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CAPITULO III
LA ERA DE LA CRISIS
ICONOCLASTA
1.
LOS CONFLICTOS EN TORNO
AL TRONO
La gran crisis que va a abatirse sobre
Bizancio se anuncia ya durante el gobierno de Filípico-Bardanes:
he aquí el significado histórico de este breve y poco afortunado reinado. Filípico no sólo reanimó las querellas cristológicas, sino
que desencadenó una lucha muy peculiar contra las imágenes, una lucha que, si
bien aún no afectaba al culto a las imágenes como tal, sin embargo utilizaba el
carácter simbólico de la imagen como un arma de combate adoptando de esta
manera el papel de precursor de la futura gran lucha iconoclasta.
Siendo armenio, Filípico-Bardanes parecía inclinarse hacia el monofisismo. No llegó al extremo de exigir la
adhesión a esta herejía, pero defendió con firmeza el monotelismo condenado en
el Sexto Concilio Ecuménico treinta años antes. Por autoridad propia desechó
las decisiones del Sexto Concilio mediante un edicto imperial y declaró el
monotelismo única doctrina autorizada. Para simbolizar este giro, fue destruida
una representación de este Concilio en el palacio imperial y suprimida una
inscripción conmemorativa del mismo que estaba colocada en la puerta de Milion,
en cuyo lugar fue puesta una imagen del emperador y una del patriarca Sergio
35. De la misma manera los emperadores iconoclastas suprimieron, más adelante,
las imágenes de contenido religioso dando, en cambio, la máxima divulgación a
la imagen del emperador. Si Filípico no consiguió sus
objetivos con respecto al monotelismo y su política eclesiástica provocó una
fuerte oposición y aceleró su caída, encontró, no obstante, cierto número de
seguidores o al menos simpatizantes, entre los cuales figuraba también el
futuro patriarca Germán. Por añadidura, volvieron a surgir corrientes
monofisitas, lo que demuestra que la herejía monofisita-monotelita estaba lejos
de ser eliminada de Bizancio.
En Roma, la adhesión abierta del
emperador a una herejía condenada en el más reciente concilio ecuménico chocó,
comprensiblemente, con una fuerte oposición que, a su vez, se sirvió de medios
de expresión muy singulares.
Al anunciar su acceso al trono, Filípico había enviado al papa Constantino I una confesión
de fe de inspiración monotelita, además de un retrato suyo. El retrato del emperador
herético fue rechazado en Roma, y tampoco se permitió allí su acuñación en monedas;
su nombre no se mencionaba ni en las oraciones eclesiásticas ni en la datación
de los documentos. El papa respondió a la eliminación de la reproducción del VI
Concilio Ecuménico en Constantinopla con la colocación de imágenes de los seis
concilios en la Iglesia de San Pedro. Así tuvo lugar una peculiar querella
entre el emperador herético y el papa, poco tiempo antes de estallar la gran
lucha iconoclasta; en esta querella la imagen sirvió de arma de combate,
manifestándose el modo de pensar de ambos partidos en la aceptación o el
rechazo, respectivamente, de determinadas imágenes.
Graves conmociones exteriores aumentaron
la confusión existente. La inseguridad, provocada por el cambio de gobierno en
Bizancio, fue aprovechada por los árabes para invadir el territorio imperial.
Pero fue sobre todo el khan búlgaro Tervel el que no dejó escapar la ocasión de vengar a su
antiguo aliado Justiniano II declarando la guerra al nuevo emperador bizantino,
el asesino de aquél. Avanzó sobre las murallas de Constantinopla y devastó los
alrededores de la capital bizantina. Las suntuosas villas y fincas de las
afueras donde los bizantinos de la clase alta solían pasar el verano, fueron
saqueadas por las hordas búlgaras y destruidas. El hecho de que Tervel pudiera transitar a través de Tracia sin encontrar
resistencia demuestra lo débil que fueron las fuerzas militares bizantinas en
el territorio imperial europeo. Para salvar la situación, las tropas tuvieron
que ser trasladadas desde el thema de Opsikion a través del Bosforo.
Pero los opsikianos se levantaron contra Filípico, y el 3 de junio de 713 fue depuesto del trono y
cegado.
Pese a que la revuelta hubiese partido
de los grupos militares, fue elevado al trono un funcionario civil, el protoasecretis Artemio. Al ser coronado, adoptó el nombre
de Anastasio, ya ostentado por un emperador a caballo entre el siglo V y VI, que también había sido funcionario
civil antes de subir al trono y que había destacado por sus especiales
facultades en el terreno de la administración financiera. La primera medida del
nuevo emperador fue la abolición de las disposiciones monotelitas de su
predecesor y el solemne reconocimiento del VI Concilio Ecuménico. La
representación de este concilio que Filípico había
mandado quitar fue restaurada, mientras que se destruyeron las imágenes de Filípico y del patriarca Sergio. Las preocupaciones se
dirigieron ahora hacia las invasiones de los árabes, que parecían preparar un
ataque a Constantinopla. Con gran energía, Anastasio II intentó recuperar el
tiempo perdido, ocupó los puestos de mando con los generales más capacitados y
decidió finalmente adelantarse al enemigo y sorprender la flota árabe en sus
preparativos atacándola. Como punto de reunión de las fuerzas bizantinas se
había fijado la Isla de Rodas. Pero apenas habían llegado allí las tropas de Opsikion, éstas volvieron a izar la bandera de la rebelión:
se retiraron a tierra firme y proclamaron emperador a un recaudador de
impuestos de su provincia, de nombre Teodosio. Este emprendió la huida para
escapar de los honores tan inesperados como peligrosos, pero fue alcanzado y
obligado a aceptar la corona imperial. En vez de la guerra contra los árabes se
inició una nueva guerra civil que duró seis meses enteros, hasta que,
finalmente, los opsikianos, apoyados por los «godogrecos»—es decir, los ostrogodos helenizados que
desde la época de las migraciones vivían en las provincias convertidas ahora en
el thema de Opsikion—
consiguieron instalar en el trono de Constantinopla a su candidato hacia
finales del año 715, mientras que Anastasio tomó el hábito y se retiró a
Tesalónica.
Teodosio III, emperador a pesar suyo, gobernó aún menos tiempo que su predecesor. No era él quien se hallaba en el meollo de los acontecimientos posteriores, sino el estratega del thema anatólico, León. Advenedizo de baja cuna, León provenía de la Siria del Norte, pero durante el primer gobierno de Justiniano II y dentro del marco de las medidas colonizadoras de este emperador fue trasladado a Tracia, junto con sus padres. Este hecho fue para él providencial, ya que cuando el «emperador de la nariz cortada» pasó por Tracia en el año 705, después de diez años de exilio, el joven stratiota se puso a su servicio. Esto le valió el nombramiento de protospatharios, y entonces comenzó su ascenso, primero al servicio de Justiniano II, luego al de sus efímeros sucesores. Una larga y peligrosa expedición en territorio caucasiano le ofreció la oportunidad de comprobar sus facultades militares y diplomáticas. Anastasio II, que aspiraba a colocar en los puestos de mando a los generales más capacitados, le nombró estratega del thema de los Anatolios poniéndole así a la cabeza de una de las provincias bizantinas mayores y más importantes. Este puesto le sirvió a León de trampolín para apoderarse del trono imperial alzándose contra el débil Teodosio después del derrocamiento de Anastasio. Se alió con el estratega del thema de los armeniacos, Artavasdo, al que prometió la mano de su hija y la alta distinción de un curopalato. Luego mantuvo conversaciones con los árabes que habían visto en él al hombre del futuro, y convino un acuerdo con ellos. Después de haberse cubierto bien las espaldas, entró en lucha abierta con el gobierno de Constantinopla. No se podía dudar del resultado de la pugna entre el débil emperador y el enérgico usurpador, puesto que León disponía de un mayor contingente militar. En realidad se trataba de una guerra de los dos themas —el de los Anatolios y el de los Armeniacos— contra el thema de Opsikion, fiel a Teodosio III. León cruzó el territorio opsikiano, hizo prisionero al hijo del emperador con su corte en Nicomedia y avanzó hasta Crisópolis. Luego se entablaron negociaciones, y después de recibir Teodosio las garantías necesarias para su hijo y su persona, renunció a la corona para terminar su vida como monje en Efeso El 25 de marzo de 717 León entró en
Constantinopla y fue coronado emperador en Santa Sofía. Así concluyó la era de
los conflictos en tomo al trono. El Imperio, que en el transcurso de 20 años
había vivido siete cambios violentos de gobierno, encontró en León III
(717-741) un soberano que establecería un gobierno firme y duradero al tiempo
que fundaría una nueva dinastía.
2.
ICONOCLASMIA Y GUERRAS
ARABES: LEON III
El primer y más urgente deber del nuevo
emperador fue el de ponerse en guardia contra el peligro árabe que iba
acercándose cada vez más y que parecía volver a poner de nuevo en tela de
juicio la existencia del Imperio. Puesto que el contrataque bizantino bajo
Anastasio II había quedado paralizado por culpa de conflictos internos, la
confrontación tuvo ahora lugar bajo los muros de la capital bizantina. A toda
velocidad León III preparó la capital para el asedio inminente reanudando los
trabajos de defensa que había iniciado el prevenido Anastasio II. En agosto de
717, el hermano del Califa, Maslama, se presentó ante
Constantinopla con el ejército y la flota. Como en los días de Constantino IV,
volvió a empezar una lucha encarnizada que habría que decidir sobre el ser o no
ser del Imperio Bizantino. Pero lo mismo que cuarenta años antes, Bizancio ganó
entonces la batalla decisiva: de nuevo los bizantinos consiguieron destruir la
flota enemiga con ayuda del fuego griego, mientras que los intentos de asalto a
Constantinopla por parte de los árabes fracasaron ante la solidez de las
murallas. Por añadidura, el invierno de 717/18 fue especialmente duro, por lo
que gran número de árabes murió, y finalmente hizo presencia en el campamento
árabe una gran falta de víveres cobrándose aún más víctimas. Además, el
ejército árabe fue atacado por los búlgaros que le asestaron grandes pérdidas.
El 15 de agosto de 718, es decir, un año justo después de su inicio, el sitio
fue levantado, los barcos árabes abandonaron las aguas bizantinas. Por segunda
vez, el asalto árabe a las puertas de Europa se estrelló en las murallas de la
capital bizantina.
Pero muy pronto la guerra volvió a
reanudarse por tierra y fue llevada con gran dureza. Cada año desde 726, los
árabes invadieron Asia Menor; Cesárea fue ocupada, Nicea asediada, y sólo la
gran victoria de León III en 740 cerca de Akroinon,
no lejos de Amorium, puso fin a esta precaria situación. Las relaciones
tradicionalmente amistosas con los jázaros ofrecían
un fuerte apoyo al Imperio, ya que se sentían unidos a los bizantinos en su
enemistad contra el califato y causaban graves conflictos a los árabes por sus
invasiones en territorio caucasiano y armenio. La alianza con el reino jázaro se fortaleció mediante el matrimonio entre el hijo y
sucesor de León III, Constantino, y una hija del khagan de los jázaros.
La liberación de Constantinopla y la
evacuación de Asia Menor por parte de los árabes concluyó una etapa importante
en la lucha bizantino-árabe. Aunque posteriores ataques árabes hubieran afectado
sensiblemente al imperio en ocasiones repetidas, nunca pudieron volver a poner en
duda su existencia. Constantinopla no vivió otro asedio árabe, y Asia Menor
que, gracias a la organización en themas poseía una
mayor fuerza de resistencia, seguía siendo parte integrante del Imperio, pese a
muchos reveses.
Como continuación del nuevo orden
administrativo, León III llevó a cabo una subdivisión del desmesurado thema de los Anatolios. Esta medida estaba pensada, en
primer lugar, para evitar posibles tentativas de usurpación, tales como se
habían puesto de moda últimamente. Nadie mejor que León para saber qué
consecuencias podía tener para el emperador el mando único sobre tan vasto
territorio en manos de un solo estratega. La parte occidental del territorio ánatólico fue, pues, separada y constituida en un thema independiente. El hecho de que el nuevo distrito, en
conformidad con los regimientos europeos asentados aquí en el pasado y que en
un principio habían formado una turma del thema anatólico, recibiese el nombre de thema de los Tracenses, revela la génesis de la ordenación
por themas. Sin embargo, el thema de Opsikion, de iguales dimensiones o acaso incluso
mayor, permaneció intacto.
León creyó poder limitarse a confiar el
mando sobre el Opsikion a su yerno Artavasdo. Su hijo y sucesor sufriría en su propia carne la
magnitud de este error: después de una nueva advertencia del destino, éste
dividió el gigantesco territorio constituyendo en thema independiente la parte occidental que, conforme a los antiguos bucelarios
asentados aquí, recibió el nombre de thema de los
Bucelarios. En cambio, el thema marítimo de los Carabisianos, que inicialmente abarcaba todas las fuerzas
navales de las provincias imperiales, fue sometido a una división, bien bajo
Anastasio II, bien bajo León III, pero de todas formas después de 710 y antes
de 732; para ello sus dos subdivisiones —los drungariatos sometidos al estratega de los Carabisianos— fueron
convertidas en dos unidades independientes: la costa de Asia Menor y las islas
adyacentes formaban, a partir de entonces, el thema de los Cibyrreotas, y las islas egeas el drungariato Aegeon Pelagos que más tarde fue elevado al rango de thema y sometido a otra división más No cabe duda de que el
fraccionamiento de los themas excesivamente grandes
en el siglo VII tenía, además, un propósito técnico-administrativo, ya que
contribuyó a una mayor flexibilidad del aparato de administración y por
consiguiente al perfeccionamiento del sistema Así es cómo los emperadores del
siglo VIII dieron continuidad, aunque sólo modestamente, a la gran obra de la
dinastía heracliana; un desarrollo más a fondo del
sistema de themas quedó reservado al siglo siguiente
El Código promulgado en 726 por León III
en su propio nombre y en el de su hijo marca un hito en la historia de la
codificación del derecho bizantino. La Egloga de los
emperadores León y Constantino ofrece una selección de las más importantes
normas de derecho privado y penal en vigor; presta especial atención al derecho
familiar y sucesorio, retrocediendo fuertemente el derecho real. La publicación
de la Egloga tenía, en primer lugar, la
finalidad práctica de poner a disposición del juez un código adaptado en volumen
y materia a las necesidades prácticas, destinado a sustituir los códigos de
Justiniano I demasiado voluminosos y además de difícil acceso. La Egloga parte del derecho romano tal y como había quedado
recogido en el Corpus Iuris de Justiniano y que seguía siendo la base de
la vida jurídica bizantina. Sin embargo, no se conforma con extracciones del
antiguo derecho, sino que quiere revisarlo en el sentido de «ser más humano».
La Egloga contiene, efectivamente,
considerables modificaciones del derecho justinianeo, debido por una parte a la
influencia del derecho canónico, y por otra al derecho consuetudinario
oriental. La patria potestas se limita fuertemente, mientras que los
derechos de la mujer y de los hijos son ampliados de manera importante y el
matrimonio goza de una mayor protección. Son especialmente notables las
modificaciones del derecho penal, no precisamente dictadas por el espíritu
cristiano de amor al prójimo. La Egloga ofrece
todo un sistema de castigos corporales como no lo conoció el derecho
justinianeo: amputación de nariz y lengua, sección de la mano, sacar los ojos,
rapar y quemar el pelo, etc. Si bien es verdad que estos espeluznantes castigos
corporales ocupan, en algunos casos, el lugar de la pena capital, en otros, en
cambio, sustituyen las multas pecuniarias del derecho justinianeo. Pero el
gusto auténticamente oriental por las mutilaciones y por los castigos
corporales como los revela la Egloga, en
contraste con el Derecho Romano, ya no es del todo nuevo en Bizancio; la
historia del siglo VII nos ofrece numerosos ejemplos de ello. En la medida en
que se aparta del derecho justinianeo, la Egloga significa la fijación del derecho consuetudinario tal y como se desarrolló en Bizancio
a lo largo del siglo Vil. Revela las transformaciones experimentadas en la vida
y la conciencia jurídica desde Justiniano —transformaciones que en parte se
deben a la penetración más profunda de las concepciones cristianas y en parte a
un embrutecimiento de las costumbres bajo influencia oriental.
La publicación del nuevo código, de
fácil acceso y de comprensión general, significa, sin lugar a dudas, un
adelanto para el derecho y la jurisprudencia. Es muy significativa la decisión
del emperador expresada en la introducción a la Egloga,
según la cual éste estaba dispuesto a oponerse a la venalidad de los tribunales
y a poner a sueldo, pagable por el Estado, a todos los jueces empezando por el
cuestor. Siendo obra de los iconoclastas León y Constantino, la Egloga tuvo mala reputación en época posterior. A
pesar de ello, tuvo una fuerte repercusión en la futura legislación de Bizancio
y ejerció una gran influencia en el desarrollo del derecho en los países
eslavos.
La iconoclasmia abre un nuevo y peculiar capítulo en la historia bizantina. La acción de León
III contra el culto a las imágenes desencadenó la gran crisis que imprime su
cuño a esta era y que convirtió el Imperio en escenario de graves luchas
internas por espacio de más de un siglo. Esta crisis estaba amenazando desde
hacía mucho tiempo. El que tomara la forma de una guerra de las imágenes fue
debido al significado simbólico especial que, según el concepto bizantino,
implicaba la imagen. En los últimos siglos, sobre todo en la época postjustiniana, el culto a las imágenes sagradas se había
extendido en el ámbito de la Iglesia griega y se había convertido en una de las
formas de expresión más importantes de la religiosidad bizantina. Por otra
parte, incluso dentro de la Iglesia misma, no faltaban las corrientes de
opinión hostiles a las imágenes, a las que el cristianismo como movimiento
puramente espiritual parecía incompatible con el culto dedicado a ellas. Estas
corrientes eran especialmente fuertes en los territorios orientales del
Imperio, suelo tradicional de las fermentaciones religiosas, donde sobrevivían
considerables restos de monofisitas y se propagaba cada vez más la secta de los Paulicianos hostil a cualquier culto eclesiástico.
Pero fue el contacto con el mundo árabe el que echó leña al fuego de la iconoclasmia.
La animosidad de León III hacia las
imágenes se atribuyó por sus enemigos unas veces a influencias judías, otras
veces a influencias árabes. El hecho de que León III persiguiese a los judíos
obligándoles a ser bautizados no excluye la posibilidad de una influencia por
parte de la religión mosaica con su rigurosa prohibición de imágenes, como
tampoco la lucha mantenida contra los árabes excluye una receptividad hacia
influencias de la cultura árabe. La persecución de los judíos bajo León III
—una de las relativamente escasas persecuciones de judíos en la historia
bizantina— es más bien una señal del fortalecimiento de la influencia judía en
esta época; a partir del siglo VII aparece cierta cantidad de escritos polémicos
que responde a ataques judíos contra el cristianismo. Una importancia mucho
mayor reviste la mención del sentimiento proárabe de
León, a quien sus contemporáneos llamaban un sarracenófrono.
Los árabes, que transitaban por el territorio de Asia Menor desde hacía varias
décadas, no llevaban sólo la espada a Bizancio, sino también su cultura y con
ella también este peculiar temor, propio al Islam, a la representación del
rostro humano. Así nació la iconoclasmia en
territorio imperial de Oriente como resultado de un cruce entré una fe
cristiana en busca de una espiritualidad pura y las enseñanzas de sectarios iconofobios, las concepciones de las viejas herejías
cristológicas y las influencias de religiones no cristianas, del judaismo y en
especial del Islam. Después de la victoria sobre el asalto militar de Oriente,
se inició la confrontación con la infiltración de la cultura árabe que se
manifestó por medio de la iconoclasmia. Le preparaba
el camino aquel mismo emperador que había repelido la agresión árabe en las
puertas de Constantinopla.
El primer decreto contra el culto
cristiano a las imágenes registrado en la historia fue emitido por el califato.
En 723, el califa Yazid ordenó que se suprimieran las imágenes en todas las
iglesias cristianas de su territorio. A partir de este momento surge también en
Bizancio un fuerte partido de enemigos de las imágenes cuyo centro más
destacado se encontraba en Asia Menor, sobre todo en Frigia. A su cabeza había
altos representantes del clero de Asia Menor, el metropolitano Tomás
de Claudiópolis y el obispo Constantino de Nacolea, el verdadero
artífice de la iconoclasmia bizantina, al que los
bizantinos ortodoxos llamaban el «heresiarca». Ahora León III se puso también
al servicio del movimiento iconoclasta; siendo oriundo de Oriente, había pasado
muchos años en los territorios fronterizos y había entrado en contacto más
estrecho con los árabes en calidad de estratega de los Anatolios. De esta
manera, la latente hostilidad contra las imágenes se convirtió en una guerra
iconoclasta abierta.
En 726, León III actuó por vez primera
abiertamente contra la veneración de las imágenes. Lo hizo a consecuencia de
una estancia en la capital de los obispos iconoclastas de Asia Menor que influyeron
sobre él. Sin embargo, el emperador parece haber recibido el impulso decisivo
de un grave terremoto considerado por él —hijo auténtico de su época— como un
signo de la cólera divina contra la costumbre de venerar las imágenes. Empezó
por pronunciar discursos dedicados a convencer a su pueblo de la necedad del
culto a las imágenes. En estos sermones, León III exponía su concepto acerca de
la función imperial que Dios le había impuesto; más tarde escribiría al Papa
que él se consideraba no sólo emperador, sino también pontífice. Pronto pasó a
la acción, ordenando a uno de sus oficiales que quitara la imagen de Cristo que
se encontraba encima de la puerta de bronce del palacio imperial. Si de esta
forma León quería poner a prueba la opinión reinante entre la población de Ja
capital, el resultado no fue precisamente alentador: el pueblo, enfurecido,
masacró al enviado imperial allí mismo. Más importante que esta revuelta
callejera fue el levantamiento provocado en Grecia por la actuación iconoclasta
del emperador. El thema de la Hélade designó un
emperador rival y avanzó sobre Constantinopla con una flota. Así se manifestó,
desde el principio, la actitud favorable a las imágenes en las partes europeas
del Imperio, que no dejará de manifestarse a lo largo de la lucha iconoclasta.
Aunque el emperador pudo sofocar rápidamente la revuelta, el levantamiento de
una provincia entera constituyó una seria advertencia.
A pesar de la fanática devoción por la
doctrina iconoclasta, León, en un principio, procedió con gran cautela. Sólo en
su décimo año de gobierno se había decidido por una acción abierta contra las
imágenes, y aún pasaron varios años hasta que tomó la decisión definitiva.
Estos años fueron dedicados a negociaciones con las altas autoridades
eclesiásticas: para mayor seguridad, León intentaba ganarse el consentimiento del
Papa y del Patriarca de Constantinopla. Pero su proyecto chocó con la firme
oposición del anciano patriarca Germán, y también su correspondencia con el
Papa no encontró más que una negativa rotunda. Aunque Gregorio II rechazara en
términos muy bruscos los comentarios iconófobos del
emperador, procuraba, sin embargo, evitar una ruptura con Bizancio. Más aún: se
esforzaba en aplacar los movimientos contra el emperador que en esta época
estallaron repetidas veces en Italia. Separando las cuestiones religiosas de
las políticas, conservaba una lealtad absoluta hacia el emperador bizantino
cuya protección contra el peligro lombardo era entonces de vital importancia
para el papado.
Aparte del patriarca Germán y del papa
Gregorio II, el emperador encontró un enemigo todavía mayor en la persona de
Juan Damasceno. Griego de nacimiento, con un alto cargo en la corte califal de
Damasco y más tarde monje en el monasterio de San Sabas de Jerusalén, Juan fue
el teólogo más importante de su siglo. Los tres discursos compuestos por él en
defensa de las imágenes son su obra más original y artísticamente más perfecta,
aunque no la más conocida. Para refutar la acusación de que la veneración de
las imágenes constituyese un renacimiento de la idolatría pagana, Juan
Damasceno desarrolla una iconosofía peculiar que
concibe la imagen como símbolo y mediador en sentido neoplatónico y que
justificada imagen de Cristo a través del dogma de la encarnación, enlazando
así el problema de las imágenes con la doctrina de la salvación. Toda la
evolución posterior de la doctrina iconófila se
guiará por el sistema de Juan Damasceno.
Habiendo fracasado las negociaciones en
todos los frentes, sólo le quedaba a León III la vía de la violencia para
llevar a cabo sus planes. León optó por este camino mediante un edicto que ordenaba
la destrucción de todas las imágenes veneradas. A pesar de ello, procuró
mantener una legalidad aparente. El día 17 de enero de 730 convocó una asamblea
de los más altos dignatarios civiles y eclesiásticos en el palacio imperial, el
llamado silention, a la que presentó el edicto
para su aprobación. Puesto que el patriarca Germán se negó a dar su firma, fue
destituido, y el 22 de enero subió a la silla patriarcal su syncelo,
Anastasio, dispuesto a cumplir al pie de la letra las instrucciones del
emperador. Con su promulgación, el edicto imperial iconoclasta cobró la
categoría de ley. La guerra iconoclasta había empezado, es decir, la
destrucción de las imágenes y la persecución de sus adictos.
Italia estaba demasiado lejos para que
el emperador pudiese imponer allí la iconoclasmia.
Pero la guerra de las imágenes iniciada en Bizancio tuvo consecuencias de gran
alcance para las relaciones entre Constantinopla y Roma. Después de haberse
promulgado el edicto iconoclasta que erigía en dogma oficial del Estado y de la
Iglesia la hostilidad a las imágenes, la ruptura, largamente contenida, se
produjo inevitablemente. El Papa Gregorio III, sucesor de Gregorio II, se vio
obligado a condenar la iconoclasmia bizantina en un
concilio, y León III, tan desilusionado por no haber podido ganarse al Papa,
como lo era el Papa por no haber conseguido persuadir a! emperador, mandó
encarcelar a los enviados de Gregorio III. La desavenencia religiosa fue
seguida de una desavenencia política. El abismo entre Constantinopla y Roma se
acentuó y la posición de Bizancio en Italia se debilitó sensiblemente: éstas
fueron las primeras consecuencias políticas del conflicto acerca de las
imágenes. Pero si en el Occidente latino Bizancio comenzó a perder terreno, su
posición en el Oriente y el Sur griegos fue reafirmándose. La tensión con Roma
brindó a León III la oportunidad de tomar una medida radical, de enormes
consecuencias para los acontecimientos posteriores: el emperador separó de Roma
las provincias helenizadas del sur de Italia, Sicilia y Calabria, para
someterlas al patriarcado de Constantinopla, así como la prefectura de Ilírico
que hasta entonces había pertenecido a la jurisdicción de la Iglesia romana.
Acompañando su reorganización eclesiástica de medidas fiscales, impuso, por
otra parte, la capitación a la población de Sicilia y de Calabria y privó a la
Santa Sede de los ingresos de los patrimonios pontificios del sur de Italia,
que se elevaban anualmente a tres centenaria y medio de oro, para adjudicarlos
al imperio. Las reiteradas protestas del Papa contra este golpe quedaron sin
respuesta: la nueva línea de demarcación entre las dos grandes capitales eclesiásticas
se iba fundiendo con la línea trazada por el transcurso de la evolución
histórica entre Oriente y Occidente. El patriarca de Constantinopla, que había
añadido a su territorio primitivo las provincias de la Península Balcánica y la
Italia del sur griega y que, por otra parte, lo había ampliado a costa del
patriarcado de Antioquía caído bajo el azote árabe, extendió su dominio, desde
entonces, sobre casi todo el territorio del Imperio Bizantino. De esta manera
León III había creado una base más amplia para la subordinación incondicional de
la Iglesia al Estado, que formaba parte de su programa. En efecto, le era más
fácil imponer su voluntad al Patriarca de Constantinopla que al Papa de Roma
que, si bien en un principio estaba sujeto al emperador bizantino, escapaba, de
hecho, más y más de la autoridad imperial. Sin embargo, esta ampliación de su
esfera de influencia debía proporcionar al patriarcado de Constantinopla ventajas
mucho más sustanciales en el terreno histórico que las obtenidas por el poder
imperial mediante esta medida de León III. La Iglesia bizantina recibió, pues,
de las manos del iconoclasta los instrumentos políticos para la gran extensión
que realizará una vez superada la crisis iconoclasta. El gran resultado
político de la querella de las imágenes fue el de expulsar a Roma fuera del
Oriente griego, pero también a Bizancio del Occidente latino. En otros
términos: el suelo empezó a hundirse tanto bajo el universalismo del Imperio
Bizantino como bajo el universalismo de la Iglesia romana.
3.
ICONOCLASMIA Y GUERRAS BULGARAS:
CONSTANTINO V
Por muy grande que fuese la gloria de la
que gozaba León III como vencedor de los árabes, los excesos cometidos por el
iconoclasta minaron, sin embargo, su popularidad. A su muerte, el gobierno
correspondía a su hijo Constantino V (741-75). Los derechos del joven príncipe
al trono estaban fuera de duda ya que llevaba la corona imperial desde hacía
más de 20 años, habiéndola recibido de manos de su padre a los dos años de edad
(Pascua de Resurrección de 720) en calidad de coemperador y sucesor de éste. Pero apenas había gobernado un año cuando se erigió un
emperador rival que le arrebató la corona por espacio de algún tiempo. Este
usurpador no fue otro que Artavasdo que, tiempo atrás
y como estratega del thema de los Armeniacos,
había ayudado a León a subir al trono; en señal de gratitud había recibido a la
hija de éste como esposa, aparte del título de curopalata y el nombramiento de comes del thema de Opsikion. En calidad de comandante en jefe de todos los
ejércitos de este distrito militar, el mayor y más importante de todos, Artavasdo pudo atreverse a usurpar el trono a su joven
cuñado. Fue decisiva para el éxito la circunstancia de que se presentara como
adicto a la veneración de las imágenes. De este modo la lucha entre él y el
emperador legítimo —igual que toda esta época— se colocó bajo el signo de la
guerra de las imágenes. Duante una campaña
emprendida por Constantino en junio de 742 contra los árabes, éste fue atacado
y vencido por sorpresa por Artavasdo al cruzar el thema de Opsikion. Acto seguido Artavasdo se hizo proclamar emperador y entabló
negociaciones con Teófanes Monutes, al que
Constantino había dejado de regente en Constantinopla. Este se unió al
usurpador; lo mismo hicieron varios altos funcionarios de la capital, lo que
demuestra claramente que la política iconoclasta no contaba, ni siquiera entre
los colaboradores más próximos al emperador, con una aprobación unánime. Artavasdo entró con su ejército en Constantinopla y recibió
la corona imperial de la mano del patriarca Anastasio quien, una vez más, había
cambiado de partido. Artavasdo elevó a coemperador a su hijo mayor Nicéforo y nombró al menor,
Nicetas, comandante en jefe del ejército enviándole al thema de los Armeniacos. Se volvieron a restablecer las
imágenes de los santos en Constantinopla: la época de la iconoclasmia parecía haber tocado a su fin.
Mientras tanto, Constantino V había
huido a Amorium, y allí, en el corazón del antiguo dominio anatolio de su
padre, tuvo una acogida entusiasta. El thema de los Tracesios, recientemente separado del thema de los Anatolios, se colocó también al lado del joven iconoclasta. El iconófilo Artavasdo, en cambio,
encontró su apoyo más importante en el thema europeo
de Tracia cuya estratega, el hijo de Teófanes Monutes,
se encargó de la defensa de la capital del Imperio. En Asia Menor, Artavasdo fue respaldado por dos themas,
el de Opsikion y el de los Armeniacos,
sus antiguas circunscripciones ligadas personalmente a él. Pero aun así su
política a favor de las imágenes parece haber encontrado una aceptación
bastante fría en estos territorios, circunstancia que —aparte del destacado
talento militar de Constantino— fue decisiva para el resultado de la disputa.
Apenas habían entrado en el thema de los Tracesios las tropas opsicianas de Artavasdo y antes de que Nicetas pudiera auxiliar
a su padre con las tropas del thema de los Armeniacos, Constantino infligió una grave derrota al
usurpador cerca de Sardes, en mayo de 743. A continuación avanzó hacia Nicetas,
y en agosto hizo retroceder al ejército de éste cerca de Modrina.
Ahora su victoria final quedaba asegurada, y ya en septiembre se encontró bajo
los muros de Constantinopla. Después de un breve asedio celebró su entrada en
la capital el 2 de noviembre y convocó allí un cruel juicio. Artavasdo y sus dos hijos, los sobrinos del emperador Constantino,
fueron insultados públicamente en el hipódromo y luego cegados, sus ayudantes
en parte ejecutados, en parte mutilados mediante separación de manos y pies. El
desleal patriarca Anastasio fue paseado por el hipódromo montado en un burro;
después de esta humillación le fue permitido conservar su dignidad, lo que sin
duda significó una descalificación intencionada de la más alta dignidad
eclesiástica. Así concluyó el gobierno de Artavasdo que había llevado la corona imperial por 16 meses y también había sido reconocido
como emperador por Roma.
Constantino V fue un general aún más
grande y un enemigo de las imágenes aún más apasionado que su padre. Por sus
condiciones tanto físicas como psíquicas, no fue el soldado robusto que había
sido su padre. Nervioso, padeciendo graves enfermedades, afligido por pasiones
insanas, Constantino V fue de naturaleza complicada y contradictoria. No de una
rudeza instintiva, sino de una hipertensión enfermiza surgió la desmesurada
crueldad con la que perseguía y torturaba a sus adversarios religiosos. No fue
la temeridad espontánea, sino la sagacidad soberana de un estratega
clarividente, emparejada con un valor personal grande, la que le hizo celebrar
las brillantes victorias sobre árabes y búlgaros que le convirtieron ante sus
soldados en un semidiós.
La situación en Oriente había tomado un
giro favorable para Bizancio. El poder árabe estaba quebrado tanto por las
guerras en tiempo de León III como por una grave crisis interna. La gloriosa
dinastía de los Omeyas tocaba a su fin y fue sustituida en el año 750 por la
nueva dinastía de los Abbasidas, después de una
prolongada guerra civil. El cambio de dinastía fue acompañado del traslado del
centro estatal de Damasco al alejado Bagdad. La presión ejercida sobre Bizancio
desde ese lado había disminuido. El Imperio podía pasar a la ofensiva. Ya en
746 Constantino V invadió el norte de Siria ocupando Germanicea,
la ciudad natal de su estirpe. A imitación de los comprobados métodos de la
política colonizadora bizantina, un elevado número de prisioneros fue
trasplantado a la lejana Tracia, donde aún en el siglo IX existían colonias de
monofisitas sirios. Por mar, Bizancio consiguió una considerable victoria: el
comandante en jefe de la marina bizantina, el estratega de los Cibyrreotas destruyó, cerca de Chipre, una flota árabe
procedente de Alejandría (747). Un éxito todavía mayor tuvo la campaña emprendida
por el emperador en 752 a territorio armenio y mesopotámico: dos importantes
fortalezas fronterizas, Teodosiópolis y Melitene, cayeron en manos de los bizantinos. De nuevo los
prisioneros fueron asentados en Tracia, cerca de la frontera búlgara, que el emperador
hizo igualmente proteger con fortalezas fronterizas. Si bien estos éxitos no
aportaron una ganancia territorial permanente al Imperio, ya que pronto las
fortalezas conquistadas volvieron a caer en manos de los árabes, las victorias
de Constantino V tuvieron, no obstante, un gran significado sintomático en la
frontera oriental. Los tiempos en que Bizancio tenía que luchar por su existencia
habían pasado ya. La guerra bizantino-árabe tomó el carácter de una guerra
fronteriza en la que la iniciativa estaba a veces incluso en manos del
emperador bizantino. En Oriente, Bizancio ya no era la víctima sino el agresor.
Mientras el peligro árabe iba perdiendo
agudeza, el problema búlgaro pasó, de manera peligrosa, a un primer plano. Las
medidas que Constantino V adoptó para proteger Tracia hacen suponer que el
gobierno bizantino ya no podía contar con mantener el estado de paz en la
frontera búlgara. Por su parte, los búlgaros contestaron a la construcción de
fortalezas fronterizas en su frontera con una incursión a territorio imperial
(756). Con ello empezó la época de los grandes conflictos bélicos entre
Bizancio y Bulgaria. Constantino V ya vio en Bulgaria el principal enemigo del
Imperio. Las mayores empresas militares de su gobierno estuvieron dirigidas hacia
este enemigo: no menos de nueve campañas llevaron al emperador al reino
búlgaro. La tensión llegó a su cumbre cuando en 762 Teletz,
un representante de la tendencia agresiva antibizantina,
asumió el poder en Bulgaria después de prolongadas luchas internas. En el reino
búlgaro seguía existiendo una discrepancia entre la masa de la población eslava
y la antigua nobleza búlgara, preocupada en conservar su posición de
privilegio, sobre todo el partido intransigente de los boyardos que ahora llegó
al poder con Teletz. Después de subir éste al trono,
un gran número de eslavos emigró del territorio búlgaro a Bizancio. El
emperador bizantino les adjudicó un lugar de residencia en Bitinia donde sus
predecesores habían asentado gran cantidad de eslavos. El resultado fue un
nuevo y fuerte aumento del elemento eslavo en los themas de Asia Menor.
Constantino V respondió a la incursión
del khan búlgaro en Tracia con una expedición de gran
alcance. Envió una flota a la desembocadura del Danubio con un amplio
contingente de la caballería bizantina, mientras él mismo invadió el territorio
enemigo con un ejército, a través de Tracia. En Anquialos,
situado en la costa del Mar Negro la caballería que, desde el Danubio, avanzaba
hacia el sur, se unió con el ejército imperial en su avance hacia el norte.
Allí se produjo una sangrienta batalla el 30 de junio de 763, que duró desde el
amanecer hasta la caída de la noche y que terminó con la derrota completa de
los búlgaros. Constantino V celebró esta gran victoria —la mayor de su reinado—
con una entrada triunfal en Constantinopla y con juegos en el hipódromo. En
cuanto a Teletz, fue víctima de una rebelión, y
durante varios años Bulgaria fue escenario de permanentes revueltas y cambios
en el trono. Tan pronto llegaba al poder la corriente probizantina como la anti-bizantina, pero la decisión última
correspondía siempre al emperador bizantino que se adjudicó el derecho de
decidir sobre la situación interna de Bulgaria e intervenía con las armas en
caso de un giro desfavorable. Sólo cuando el eficiente Telerig se encargó del gobierno en 772, Bulgaria reaccionó y recuperó su antigua fuerza
de combate. En la primavera de 773, Constantino V emprendió una gran campaña,
en la que repitió la táctica del ataque en dos frentes de 763, obligando a los
búlgaros a entablar negociaciones de paz. También fue abortado con facilidad y
rapidez por las tropas imperiales el intento de Telerig de marchar sobre Macedonia en octubre del mismo año. Pero por muy grande que
fuera la superioridad del emperador bizantino, no consiguió arrancar una paz
duradera a los búlgaros: hasta sus últimos días Constantino V tuvo que guerrear
contra ellos, muriendo durante una campaña contra Bulgaria el 14 de septiembre
de 775.
Las guerras contra Bizancio debilitaron
considerablemente al Imperio Búlgaro. Su poder militar se había quebrantado, su
organismo estatal estaba paralizado. El valiente Telerig mismo tuvo que refugiarse en la corte del sucesor de Constantino V en vista de
las revueltas internas en su país. El predominio del Imperio Bizantino en la
Península Balcánica parecía consolidado. Sin embargo, para el futuro no había
que descartar la posibilidad de que Bulgaria se convirtiese en enemigo feroz
del Estado bizantino. Esto constituía un nuevo factor en la política exterior
bizantina que imponía al Imperio una difícil lucha en dos frentes.
Los grandes éxitos de Constantino V en
las guerras árabes y búlgaras fueron comprados, en gran parte, al precio de una
restricción de su política exterior a los intereses en la esfera oriental.
Ningún emperador de Bizancio mostró menos interés por las posiciones italianas
del Imperio. Mientras Constantino V celebraba sus victorias en Oriente, el
dominio en Italia, y con ello la idea romana del imperio universal, sufrió un
completo colapso. El abismo entre Roma y el imperio iconoclasta iba en
constante aumento. Pero mientras que el papado creía poder contar con la ayuda
del Imperio Bizantino contra la presión lombarda y ninguna otra potencia estaba
en condiciones de sustituir a Bizancio, Roma había pasado por alto las
diferencias religiosas permaneciendo leal al Imperio. En 751, sin embargo, se
produjo un acontecimiento que puso fin al dominio bizantino en Italia del Norte
y Central y que acabó con las últimas esperanzas del Papa en una ayuda del
emperador bizantino. Rávena fue tomada por los lombardos, el exarcado de Rávena
dejó de existir. Al mismo tiempo apareció un nuevo poder en el horizonte romano,
cuya protección prometía una ayuda más eficaz contra los lombardos que la del
Bizancio herético: la joven Francia. El papa Esteban II cruzó personalmente los
Alpes y se encontró con el rey Pinino en Ponthion.
Este memorable encuentro supuso el principio de un sendero común para Roma y el
reino Franco, y la fundación del Estado eclesiástico romano. A partir de
entonces, las posesiones bizantinas de Occidente quedaban reducidas a las
regiones helenizadas del sur de Italia. El papado volvió las espaldas al
emperador bizantino y se unió con el rey franco en una alianza de la que emanaría,
menos de medio siglo más tarde, el Imperio de Occidente.
Es ciertamente más que pura casualidad
el que estos acontecimientos coincidieran en el tiempo con el principio de la
gran marca iconoclasta en Bizancio. Bajo Constantino V la lucha iconoclasta
alcanzó su punto álgido. De momento, había que ser precavido ante el eco
provocado por el levantamiento de Artavasdo en la
parte europea del Imperio, y especialmente en la misma capital. Como su padre,
Constantino V supo esperar. Sólo en los años 50 procedió a la realización de su
programa. Si León III había decretado la prohibición de las imágenes mediante
un consejo imperial, un concilio eclesiástico debería ahora sancionar la iconoclasmia. Para asegurar una composición homogénea del
concilio, el emperador se preocupó en colocar a sus partidarios en las sedes
episcopales y creó, además, nuevos obispados encabezados por adictos de la
doctrina iconoclasta. Paralelamente a estas medidas organizatorias se desarrolló una intensa actividad propagandística y literaria. En varios
lugares se celebraron asambleas, en las cuales los líderes del partido
iconoclasta se dirigían al pueblo, y que a veces desembocaban en animados
debates entre iconoclastas e iconófílos. Sin embargo,
los valientes opositores eran encarcelados al final del debate y de esta manera
puestos fuera de combate para el tiempo que duraría el concilio.
El emperador mismo protagonizó la
actividad literaria: redactó no menos de trece escritos teológicos, de los
cuales sólo se han conservado fragmentos de los dos más importantes. Los
escritos de Constantino V, destinados a marcar las directrices para las resoluciones
del concilio contribuyeron a una profundización esencial de la doctrina
iconoclasta. En contraste con los amigos de las imágenes que veían una
diferencia fundamental entre la imagen y su arquetipo concibiendo la imagen
como símbolo en sentido neoplatónico, Constantino V, partiendo de concepciones
mágico-orientales, exige una identidad plena, incluso una consubstancialidad de
la imagen con el objeto representado. Pero ante todo se opone a la representación
de Cristo, colocándose en el terreno de las reflexiones cristológicas y con lo
que va más allá de la argumentación de los iconoclastas anteriores, que
condenaban el culto a las imágenes por considerarlo un renacimiento de la
idolatría. Mientras que los iconófilos como el
patriarca Germán y, sobre todo, Juan Damasceno, habían justificado la imagen de
Cristo por su encarnación, viendo en la representación del Salvador en su forma
humana la confirmación de la realidad de esta encarnación, Constantino rechaza
la posibilidad de una verdadera representación de Cristo invocando su
naturaleza divina. El problema de las imágenes se enlaza, pues, por ambos lados
con la dogmática cristológica. La lucha aspectos iconoclasta constituye una
continuación de las antiguas querellas cristológicas bajo nuevos. En sus formas
de expresión más radicales la iconoclasmia concuerda
con el monofisismo, y precisamente los escritos de Constantino V, quien
representaba el ala iconoclasta más radical, revelan inconfundiblemente
tendencias monofisitas. Esto no puede constituir una sorpresa si se piensa que
el monofisismo no sólo predominaba a lo largo de las fronteras bizantinas, en
Siria y Armenia y que incluso ejercía una fuerte influencia sobre la doctrina
islámica de ninguna manera había muerto en el seno mismo del imperio —como
.quedó claramente demostrado por la reacción monotelita bajo Filípido.
El 10 de febrero de 754, el concilio tan
bien preparado se reunió en el palacio imperial de Hiereia,
en el litoral asiático del Bósforo, celebrándose su última sesión el 8 de
agosto en la iglesia de Blaquerna de Constantinopla.
Las medidas tomadas por el gobierno imperial habían conseguido su objetivo: la
asamblea contó con nada menos que 338 obispos que todos se confesaban
iconoclastas. La presidencia recayó en el obispo Teodosio de Efeso, hijo del emperador Tiberio-Apsimar,
ya que el patriarca Anastasio había muerto a finales del año 753 y ni el Papa
ni los patriarcas orientales habían enviado sus representantes. Pese a esta
circunstancia —que le valió el sobrenombre de «sínodo sin cabeza» por parte de
los ortodoxos—, la asamblea reivindicó el derecho de ser un concilio ecuménico.
En la elaboración de sus decisiones, el sínodo partía de las escrituras
programáticas del emperador e hizo del problema cristológico el punto central
de sus debates, evitando, sin embargo, cuidadosamente toda formulación
imprudente y en particular todo giro monofisita de los escritos
constantinianos. La asamblea conciliar hizo suya la tesis de la imposibilidad
de representar a Cristo, pero tuvo cuidado de no contradecir las decisiones de
los concilios ecuménicos anteriores, incluso explicó con gran sutileza que los iconófilos caerían inevitablemente o en la herejía
monofisita o en la nestoriana, puesto que en la imagen solamente representaban
la naturaleza humana de Cristo separando de esta manera las dos naturalezas de
Cristo a ejemplo de los nestorianos, o bien representaban al mismo tiempo la
naturaleza divina mezclando en este caso las naturalezas inseparables de Cristo
a ejemplo de los monofisitas. Las discusiones llevadas a cabo con el apoyo de
gran cantidad de citas de las Sagradas Escrituras y de la literatura
patrística, culminaron en el rechazo absoluto de todas las imágenes de santos y
de cualquier veneración de las imágenes. En la sesión de clausura el emperador,
creyéndose la cabeza de la Iglesia, presentó a la asamblea al obispo Constantino
de Silea como el nuevo patriarca, a quien había nombrado por autoridad propia y
al que hizo aclamar por los obispos asistentes como su nuevo pastor supremo. El
29 de agosto fueron proclamadas las decisiones del sínodo en el foro de
Constantinopla: fue prohibido el culto a las imágenes, ordenada la destrucción
de todas las imágenes religiosas, excomulgados los jefes del partido ortodoxo
como el patriarca Germán, Juan Damasceno y otros, exaltado el emperador
igualándole a los apóstoles, y amenazados los partidarios de las imágenes no
sólo con la destitución y la excomunión, sino incluso sometiéndolos, sin
distinción, a la persecución por parte del Estado.
Ahora correspondía al emperador llevar a
la práctica las decisiones del concilio. En todas partes fueron destruidas las
imágenes sagradas y sustituidas por pinturas profanas. Decoraciones ornamentales
o de temática animal y vegetal, pero ante todo retratos del emperador que le
glorificaban en escenas de guerra y de caza, representaciones de carreras de
carros y de escenificaciones teatrales iban a adornar tanto los edificios
civiles como los religiosos. En todo tiempo el arte profano existió en Bizancio
al lado del religioso, jugando un papel mucho más importante del que
generalmente se supone. Ahora este arte, dedicado en primer lugar a la
glorificación del emperador y del Imperio representado por él, debía cultivarse
en exclusiva. Los iconoclastas no despreciaban el arte en sí, sino sólo el arte
religioso y el culto dedicado a él. Extirpar este arte y este culto era ahora
el objetivo del emperador. Apoyado en las decisiones de una asamblea
eclesiástica que para él tenía valor de concilio ecuménico, Constantino V se
dispuso a cumplir este deber por medio del fuego y de la sangre.
Pero su voluntad fanática de destrucción
se enfrentaba a una oposición no menos fanáticamente entregada a su fe. Una
lucha encarnizada estalló y llegó a su punto álgido en los años sesenta. La
oposición iconófila se agrupó alrededor de la persona
del abad Esteban del Monte Auxentio al que acudieron
en número creciente seguidores de todos los estratos sociales. Todos los
intentos del emperador en convencer al jefe de la oposición de abandonar la
resistencia no tuvieron efecto, y en noviembre de 767 la multitud amotinada dio
una muerte feroz a Esteban en las calles de Constantinopla. Sin embargo, la
oposición continuó. El hecho de que Constantino V mandara ejecutar a 19 altos
funcionarios y oficiales da una idea de la generalización del malestar hacia el
gobierno del emperador; entre las víctimas figuraron su protostrator,
el logotea del dromo, el doméstico de la guardia de
los excubitores, el comes del thema de Opsikion y los estrategas de Tracia y Sicilia. La
resistencia más acusada contra la política iconoclasta procedía del monacato
bizantino, y el ajuste de cuentas con él fue especialmente duro. La persecución
de los iconódulos cobró, con el tiempo, el carácter
de una campaña contra el monocato; esta tendencia antimonástica parece haber encontrado eco en Asia Menor,
sobre todo entre su ejército, y también entre una parte de la población de la
capital. Ahora se perseguía a los monjes no sólo por rendir culto a las
imágenes, sino simplemente por su condición monástica, obligándoles a cambiar
de vida. Los monasterios fueron cerrados o convertidos en cuarteles, casas de
baño u otros edificios públicos; sus inmensas propiedades rurales pasaron a la
Corona. En su época de apogeo la iconoclastia emprendió, pues, la lucha contra
el poderoso monacato y la propiedad de los monasterios bizantinos.
El rigor con que el gobierno de Constantino
V llevó esta lucha queda demostrado por el modo de proceder del estratega de
los Tracesios, Miguel Lacanodraco,
uno de los ayudantes más asiduos del emperador, que puso a los monjes de su thema ante la alternativa de renunciar al hábito y tomar
esposa, o bien ser cegados y desterrados. Se inició una fuerte emigración
monacal que se dirigió preferentemente al sur de Italia, donde creó nuevos
focos de cultura griega mediante la fundación de monasterios y escuelas. En
Bizancio, la marea de la iconoclasmia seguía
subiendo. El emperador, llevado por el radicalismo, sobrepasó ampliamente las
decisiones del concilio de 754 entrando incluso en contradicción con ellas: no
le bastó erigirse en enemigo de las imágenes y reliquias, sino que prohibió
también el culto a los santos y la veneración de María. Se habría producido un
cambio radical en la vida del Imperio Bizantino si la política radical de
Constantino V no se hubiera derrumbado con su muerte.
La política de fuerza de Constantino V
quedó grabada en la memoria de la posteridad como una época de mayor espanto y
crueldad. Durante siglos, un odio candente acompañaba el recuerdo de
Constantino Coprónimo; su cadáver fue apartado de la
Iglesia de los Apóstoles después de restablecerse la ortodoxia. Pero el recuerdo
de sus éxitos bélicos y de sus hazañas le han sobrevivido, y cuando Bizancio
fue vencido por los búlgaros a principios del siglo IX, el pueblo se reunió en
su tumba para rogar al emperador muerto que se levantara de la tumba para
salvar al Imperio de la vergüenza.
4.
EL RETROCESO DEL MOVIMIENTO IOCONOCLASTA Y LA RESTAURACION DEL CULTO A LAS IMAGENES
El breve reinado de León IV (775-80)
marca la transición entre el apogeo de la iconoclasmia bajo Constantino V y el restablecimiento del culto a las imágenes bajo Irene.
León IV, el hijo que Constantino V tuvo de su primer matrimonio con la princesa jázara, no fue un luchador. Los excesos contra el
culto mariano cesaron, el antimonaquismo fomentado
por Constantino V durante la segunda mitad de su gobierno, fue abandonado. El
nuevo emperador no dudó en confiar las sedes episcopales más importantes a
monjes. Sin embargo, se atuvo a la línea iconoclasta tradicional e incluso hizo
flagelar públicamente y encarcelar a varios funcionarios de la corte (780). En
comparación con los métodos de Constantino V, éste era un castigo muy benigno
y, además, el único caso de persecución de iconófilos conocido de la época de León IV. La restricción de la iconoclasmia bajo León IV fue una reacción natural contra los excesos cometidos por
Constantino V. A esta reacción hay que sumar la influencia de la enérgica
esposa de León IV, la emperatriz Irene, procedente de la Atenas iconófila y simpatizante del culto a las imágenes.
Aunque los hermanos del emperador,
Nicéforo y Cristóforo, recibiesen ya la dignidad de
césares en 769, mientras que Nicetas y AntImio,
igualmente ya bajo Constantino V, ostentasen el título de nobilísimos —título
que obtuviera también el hermano menor Eudócimo—, no
fue elevado a coemperador y sucesor de León IV uno de
los césares, sino su hijo pequeño Constantino. Esto ocurrió,
significativamente, a instancias del ejército, que solicitó expresamente del
emperador la coronación de su hijo. El 24 de abril de 776 León IV,
aparentemente con el único fin de complacer a sus súbditos, efectuó la
coronación en la persona de su hijo, después de haber comprometido a los
senadores, a los representantes, tanto del ejército de la capital y de las
provincias como de los gremios urbanos por un juramento escrito de guardar
fidelidad al recién coronado como único heredero al trono. El afán
característico para esta época —de apoyarse en la voluntad del pueblo parece
ser una reacción contra el régimen despótico de León III y de Constantino V.
Mientras que la participación de los súbditos en la creación de un nuevo
emperador o coemperador en Bizancio se manifestaba
generalmente en la aclamación posterior del recién coronado por el pueblo y el
ejército, León IV ya intentó presentar la designación de su heredero como un
acto de voluntad popular. Es también significativo que en este acto, además de
los factores constitutivos corrientes —senado, pueblo, ejército— tuviesen voz y
voto los representantes de los comerciantes y de los artesanos. Seguramente el
ejército había obedecido una indicación del mismo emperador cuando le pidió la
coronación de su hijo. Sin embargo, no se puede pasar por alto que el concepto
del estamento militar bizantino sobre el orden de gobierno había experimentado
un fuerte cambio desde la época de Constantino IV: unos cien años antes, este
mismo ejército había protestado acaloradamente contra la eliminación de los
hermanos del emperador. Había prosperado mucho el principado de gobierno en
solitario, quedando reservado el derecho al trono para la persona del hijo
mayor. Pero este sistema aún no había arraigado del todo entre los bizantinos,
porque en caso contrario no hubiera sido necesaria ni la actitud demostrativa
del ejército a favor del heredero, ni la redacción de declaraciones juradas.
Tampoco faltó una reacción a favor del césar Nicéforo, pero la conjura fue
descubierta a tiempo y los culpables fueron castigados con el exilio en Querson. También en este caso León IV buscó apoyo en la
voluntad de sus súbditos convocando un silention en el palacio de Magnaura donde expuso el caso a la asamblea
que debería emitir su veredicto sobre los conjurados.
La muerte prematura de León IV (el 8 de
septiembre de 780) colocó a su hijo Constantino VI en el trono, a la edad de 10
años. La emperatriz Irene se encargó de la regencia, y compartía oficialmente
el trono con su hijo menor de edad. De nuevo hubo un intento de golpe de Estado
a favor del césar Nicéfero; pero la enérgica
emperatriz ahogó rápidamente el movimiento rebelde, iniciado, según parece, por
elementos iconoclastas con varios altos funcionarios en sus filas, y obligó a
los hermanos de su fallecido esposo a tomar el hábito. Con la toma del poder
por Irene, la restauración del culto a las imágenes estaba decidida. Sin
embargo, ésta fue preparada lentamente y con gran precaución. De hecho, no era
posible un cambio brusco en la política eclesiástica ya que el sistema iconoclasta
se había mantenido en el poder por espacio de medio siglo; los cargos más
importantes del Estado y de la Iglesia estaban ocupados por hombres que, ya sea
por convencimiento, ya sea por la conveniencia de adaptarse a las
circunstancias, se habían pasado a la iconoclasmia, y
gran parte del ejército, que guardaba un recuerdo leal al glorioso emperador
Constantino V, era partidario de la iconoclasmia.
Sólo a finales del año 784 fueron hechos
públicos los planes del gobierno, después de haberse conseguido la dimisión del
patriarca Paulo erigido bajo León IV (el 31 de agosto de 784). Irene dio la
forma de una elección popular al nombramiento del nuevo patriarca, reuniendo a
«todo el pueblo» en el palacio de Magnaura. La
elección recayó en Tarasio, el hasta entonces
secretario de la emperatriz, un seglar culto con buena formación teológica y
visión política clara. Después de recibir Tarasio la
consagración como patriarca el 25 de diciembre de 784, se iniciaron los
preparativos para un concilio ecuménico que debía revocar las decisiones del
sínodo de 754 y restablecer la veneración de las imágenes. El gobierno bizantino
estableció contacto con Roma y con los patriarcados orientales que aplaudieron
el viraje enviando sus delegados al concilio.
El 31 de julio de 786, el concilio se
reunió en la iglesia de los Apóstoles de Constantinopla. Apenas iniciadas las
discusiones, se produjo un incidente que puso de manifiesto la falta de precaución
en los preparativos del concilio por parte de Irene y Tarasio.
Fieles a los decretos de Constantino V, soldados de los regimientos de la
guardia urbana irrumpieron en la iglesia empuñando sus espadas y disolvieron el
concilio, bajo la aclamación entusiasta de parte de los obispos allí reunidos.
Sin embargo, el ánimo de la emperatriz no se vio alterado por esta
contrariedad. Mandó embarcar las tropas iconoclastas para una supuesta campaña
contra los árabes mientras hizo traer de Tracia las tropas favorables a las
imágenes, confiándoles la protección de la capital. En mayo de 787 se enviaron
nuevas invitaciones para el concilio, esta vez convocado en Nicea. Así es cómo
el séptimo concilio ecuménico —el último que reconoce la Iglesia Oriental—
celebró sus sesiones en la misma ciudad en la cual se había reunido el primer
concilio ecuménico bajo Constantino el Grande.
Bajo la presidencia del patriarca Tarasio, en presencia de irnos 350 obispos y gran número de
monjes, se sucedieron allí con rapidez siete sesiones entre el 24 de septiembre
y el 13 de octubre, lo que demuestra una preparación a fondo del concilio. Este
se encontró ante una importante decisión sobre política eclesiástica respecto
de los obispos que habían desarrollado una actividad iconoclasta y que
difícilmente hubiesen podido actuar de otra manera durante los tres reinados
precedentes. Según dijo uno de ellos, «habían nacido, crecido y sido educados
en esta herejía». Los antiguos iconoclastas fueron acogidos por el concilio en
la comunidad eclesiástica con prudente moderación, después de haber abjurado de
su herejía ante la asamblea. Pero esta actitud tolerante no encontró la
aprobación de los representantes del monacato, y se produjeron discusiones
bastante acaloradas. Aquí es dónde se manifestó, por vez primera, la discrepancia
dentro de la iglesia bizantina, que marca toda su historia posterior: la
discrepancia entre la tendencia radical monástica de los llamados «zelotas»,
estrictamente adictos a las prescripciones canónicas y rechazando por principio
cualquier solución de compromiso, y la tendencia moderada de los llamados
políticos que sabe someterse a las necesidades del Estado y adaptarse a las
condiciones políticas, que está dispuesta a colaborar con el poder civil siempre
que éste permanezca fiel a la ortodoxia, y que no retrocede ante eventuales compromisos.
En el concilio de Nicea, la victoria estaba de parte de la tendencia moderada.
En cambio, hubo unanimidad plena entre
la mayoría ortodoxa del concilio en cuanto a cuestiones dogmáticas. Después de
haber sido citada una larga lista de testimonios de la Sagrada Escritura y de
las obras patrísticas como prueba para el culto a las imágenes y de haber sido
leídas por una parte las decisiones del sínodo iconoclasta de 754 y por otra
una refutación detallada de estas decisiones, procedente, al parecer, de la
pluma del mismo patriarca Tarasio, el concilio
condenó la iconoclasmia como herejía, ordenó la
destrucción de los escritos iconoclastas y reinstauró el culto a las imágenes.
En el sentido de Juan Damasceno, el concilio relacionó la cuestión de las
imágenes con la doctrina de la salvación subrayando el principio de que la
veneración no iba dirigida a la imagen sino a la persona sagrada representada y
que no tiene nada en común con la adoración, que sólo se debe a Dios. Una
solemne sesión de clausura celebrada el 23 de octubre en el palacio de Magnaura en Constantinopla confirmó las decisiones del
concilio, que fueron firmadas por la emperatriz y el joven emperador.
Pero los elementos iconoclastas aún no
estaban definitivamente vencidos. Su supervivencia quedó de manifiesto durante
la querella que estalló entre la emperatriz Irene y su hijo —circunstancia que
confiere un mayor interés histórico a esta disputa por lo demás poco
provechosa. Aunque Constantino VI ya hubiese alcanzado la edad de gobernar
solo, la ambiciosa emperatriz no quería soltar las riendas del poder. El joven
emperador se reveló contra la tutoría que se le imponía, entrando poco a poco
en una oposición cada vez más aguda con su madre y el consejero de ésta, el
eunuco Stavrakios. Así surgió el que se agrupase
alrededor suyo aquella oposición que no estaba dispuesta a conformarse con la
política iconófila de Irene. El fervoroso iconoclasta
Miguel Lacanodraco se convirtió en uno de los
confidentes más próximos a Constantino
VI. Pero la enérgica emperatriz pudo ahogar en sus comienzos una conspiración
tramada en la primavera de 790, creyéndose ahora lo suficientemente fuerte como
para efectuar una legalización oficial de su situación de primacía de la que,
hasta ahora, sólo había disfrutado de hecho. Exigió al ejército la prestación
de un juramento por el cual ella ostentaba la soberanía en primer lugar, y
Constantino VI, en calidad de coemperador, ocupaba el
segundo puesto. Las tropas de la capital, ahora compuestas por contingentes
europeos, prestaron el juramento sin resistencia; en cambio, el proyecto de
Irene chocó con la fuerte oposición de las tropas del thema de los Armeniacos, poco partidarios de la emperatriz iconódula. Se inició un movimiento de oposición que
arrastró también a los restantes themas de Asia Menor
y que desembocó en la defensa de los derechos de la dinastía por parte del
ejército, rechazando no sólo las exigencias de la ambiciosa emperatriz, sino
aclamando a Constantino VI como único soberano (octubre 790).
Irene había perdido la partida y tuvo
que abandonar el palacio imperial. Pero los seguidores de la emperatriz no
descansaron hasta conseguir de Constantino VI el permiso para que volviera. A
partir de enero de 792 se volvió a la fórmula: Constantino e Irene. La
debilidad del joven emperador provocó la desilusión entre sus partidarios, a lo
que se sumó la actitud poco honrosa de Constantino VI en la guerra contra los
búlgaros. De nuevo surgió un movimiento a favor del césar Nicéforo, venerado
por la oposición como el mayor de los sucesores de Constantino V. Ahora
Constantino VI intervino, por fin, con rapidez: a su tío mandó sacarle los
ojos, y a los otros cuatro hermanos de su padre cortarles la lengua. También
fue cegado el estratega de los Armeniacos, Alejo, que
en su momento había llevado a cabo la acción contra Irene, a favor de
Constantino. A consecuencia de ello, estalló un violento levantamiento en el thema de los Armeniacos, y
Constantino VI tuvo que emprender una verdadera campaña contra sus antiguos
partidarios (primavera 793). La revuelta fue extinguida con la mayor crueldad,
pero las simpatías de las que, antaño, el joven emperador había gozado aquí, se
convirtieron en hostilidad encarnizada hacia su persona.
Poco después, además, perdió por
completo la adhesión del partido ortodoxo por repudiar, en enero de 795, a su
mujer, la bella paflagonia María, con la que había
contraído matrimonio siete años antes por deseo de su madre, casándose con su
amante Teodora, dama de la corte, a la que coronó Augusta; la ceremonia nupcial
fue celebrada con un lujo extraordinario, lo que tuvo el efecto de una
provocación en la opinión pública. La conducta de Constantino VI, contraria a
todos los mandamientos de la iglesia, hizo surgir la mayor indignación entre
los ortodoxos. El partido monástico radical de los zelotas encabezado por
Platón, el famoso abad del monasterio de Sakoudion y
su aún más famoso sobrino Teodoro, se dirigieron con particular hostilidad
contra el emperador adúltero. El emperador mandó a exilio a los valientes
cabecillas de los zelotas, aunque el asunto de ninguna manera quedase arreglado
con esta medida. La llamada querella moiqueana (de adulterio) aún ocuparía a los bizantinos por mucho tiempo provocando graves
complicaciones. A consecuencia de ello, la disputa entre el partido zelota y el
patriarca Tarasio se agravó extraordinariamente, ya
que los zelotas desaprobaban la conducta oportunista del patriarca frente al
emperador adúltero llevando su despecho a tal extremo que disolvieron la
comunión eclesiástica que les unía con él. Salta a la vista que el monacato
bizantino, desde la victoria de la ortodoxia, se encontraba en una situación de
malestar constante, incluso a veces en franca oposición con el gobierno estatal
y eclesiástico, lo que demuestra que esta victoria no le había aportado el
desagravio y la compensación que había esperado; incluso el gobierno en
solitario de Irene le había aportado únicamente cierta satisfacción pasajera e
incompleta.
Constantino VI, por su imprudencia y su
pérfida crueldad, había perdido todo respaldo tanto del partido ortodoxo en el
poder como de la oposición iconoclasta; ahora podía ser eliminado sin que se
levantase una mano vengadora a favor de él. El 15 de agosto de 797 fue cegado
por orden de su madre en la cámara de la púrpura en la que había nacido 27 años
antes. Irene había conseguido su meta: era la soberana absoluta del Imperio
Bizantino.
Fue la primera mujer que gobernó el
Imperio en su propio nombre y no como regente de un emperador menor de edad o
incapaz de gobernar. En esta época en la cual el oficio de emperador, por
tradición romana, parecía inseparablemente ligado a la función del mando
supremo del ejército, el derecho de una mujer a ejercer este oficio era al
menos dudoso, y es de notar que Irene, en las actas legislativas, no se
designaba como basilisa sino como basileus.
Los métodos de gobierno de Irene fueron
poco afortunados. En la corte reinaba una atmósfera cargada de intrigas en las
que se superaban mutuamente los eunucos Stavrakios y
Aecio. Para mantener sobre sí las simpatías que disminuían entre la población,
la emperatriz aligeró generosamente las cargas fiscales, sin tener en cuenta
las necesidades financieras del Estado. Estas disminuciones iban dirigidas,
ante todo, a los monasterios cuyo favor era la base de la popularidad de Irene,
y a la población de la capital de cuyo ánimo dependía, en gran medida, el
destino de un gobierno que se encontraba inseguro de su posición. Fue cancelado
el impuesto municipal pagable por los habitantes de Constantinopla, y que parece
realmente haber sido muy elevado. También fueron fuertemente reducidas las
aduanas de importación y exportación que se percibían en los puertos anteriores
a Constantinopla, Abydos y Hieras, y que
representaban una importante fuente de ingresos para el Estado bizantino. La
población de la capital se entusiasmó con tales medidas, y también Teodoro de Studion elogia por todo lo alto la generosidad de la
emperatriz. Pero el sistema financiero del Estado bizantino, que constituía la
base fundamental de su poder, cayó en una situación caótica a consecuencia de
esta generosidad.
La situación exterior del Imperio había
empeorado sensiblemente en las últimas dos décadas. No era ajena a esta
situación la prosperidad vivida entonces por el Imperio de los Abbasidas. Ya en 781, los árabes habían penetrado
profundamente en territorio imperial ganando una batalla extremadamente
sangrienta en tierras del thema de los tracesios. Entonces el gobierno bizantino había firmado con
ellos un tratado de paz y se había comprometido a pagar tributo al califato.
Pero incluso la aceptación de este compromiso humillante no pudo asegurar la
paz por mucho tiempo. Pronto volvieron a repetirse las incursiones árabes en
Asia Menor. Tampoco resultaron afortunadas las guerras en la frontera búlgara
iniciadas en 789 y dirigidas por el emperador Constantino VI. En verano de 792,
los bizantinos sufrieron una derrota cerca de la fortaleza fronteriza de Markellai, derrota a la que la huida del emperador y la
captura de los principales generales añadió una nota especialmente embarazosa.
De nuevo el gobierno bizantino tuvo que recurrir a las prestaciones
tributarias, pero tampoco así la paz fue duradera ya que los búlgaros no
tardaron en exigir un aumento de los pagos. Bizancio había sucumbido ante sus
dos adversarios más importantes y tuvo que aceptar el peso de los tributos; después
del grandioso poder ostentado por Constantino V, esta situación resultó más que
lamentable.
5.
BIZANCIO Y CARLOMAGNO
Más significativa que todos los reveses
militares sufridos en Asia y en los Balcanes fue, desde un punto de vista
histórico, la pérdida de valores ideológicos causada a Bizancio por el
desarrollo de los acontecimientos en Occidente. La tragedia del antiguo imperio
fue que en el momento de encontrarse su destino en manos de una mujer y de
eunucos, el reino franco estaba encabezado por uno de los mayores soberanos
medievales. Carlomagno había convertido su reino en el mayor poder del mundo
cristiano de entonces mediante la absorción de Bavicia,
la cristianización y asimilación de Sajonia, la expansión hacia el Este a costa
de los eslavos, la destrucción del reino de los Avaros, la sumisión e incorporación
de los lombardos. Sometiendo a los lombardos, Carlomagno había realizado la
empresa que Bizancio no había podido cumplir y cuyo incumplimiento había minado
la autoridad del Imperio Bizantino en Roma. A continuación, la Iglesia romana
reforzó aún más los lazos con el reino franco dando las espaldas a Bizancio de
una manera todavía más decidida. Ni siquiera pudo cambiar esta situación el
hecho que en el Concilio de Nicea se firmara la paz eclesiástica entre Constantinopla
y Roma, que Bizancio volviera a la ortodoxia y se confesara partidaria del
culto a las imágenes con más entusiasmo que nunca. El Concilio de Nicea no
trajo, pues, una verdadera reconciliación entre los dos centros mundiales. Roma
esperaba una revocación de todas las medidas de la época iconoclasta, no
solamente de las religiosas, sino también de las referentes a política eclesiástica;
esperaba una completa restitución del statu quo y, sobre todo, de los derechos
romanos de jurisdicción en Italia del Sur y en el Ilírico. Sin embargo,
Constantinopla no quiso oír hablar de ello. La cuestión ni siquiera fue
abordada en el Concilio de Nicea: el párrafo correspondiente de la carta del
papa Adriano I dirigida al soberano bizantino fue simplemente suprimido en la
traducción griega leída en el concilio. También fueron tachadas aquellas partes
en las cuales el Papa se arrogó el derecho de criticar la elección
anticanónica del patriarca Tarasio y de protestar
contra el título de «patriarca ecuménico»; pero ante todo eran cuidadosamente eludidas
las numerosas alusiones de la carta papal que se referían a lo derechos de primacía de Roma, o simplemente al primado de San Pedro. De hecho,
el Papado había quedado eliminado de Oriente, lo mismo que el Imperio Bizantino
había quedado eliminado de Occidente. Una colaboración con Constantinopla ya no
podía ofrecer ninguna ventaja a la Iglesia romana, pese a que ésta parecía
estar ahora de acuerdo con Bizancio en las cuestiones religiosas más candentes.
Por el contrario, era prometedora una colaboración con el gran vencedor de los
lombardos, aunque un entendimiento con el rey franco en la cuestión de las
imágenes parecía difícil y exigía grandes concesiones.
En una dura polémica, que encontró su
expresión definitiva en los libri carolini, Carlomagno rechazó tanto la postura
iconoclasta del sínodo de Constantino V como la actitud iconófila del concilio de Constantino VI y de Irene. Los Libri Carolini tenían una finalidad principalmente política en
cuanto que querían afirmar la independencia religiosa del reino franco frente a
Bizancio, y en este sentido tiene poca importancia que su polémica no concuerde
con el problema en sí y que la traducción latina de las actas de Nicea puestas
a disposición de Carlomagno deformasen el verdadero sentido de las decisiones
del concilio por faltas burdas en el lenguaje y por malentendidos. Además, el
punto de vista de Carlomagno no coincidía con la verdadera postura del concilio
de Nicea, sino que se identificaba mucho más con la antigua concepción de
Gregorio el Grande quien, igual que él, rechazaba tanto la destrucción como la
veneración de las imágenes. A pesar de todas las exhortaciones y explicaciones
que le envió el papa Adriano I, el rey franco mantuvo su punto de vista, y fue
el Papa quien finalmente, tuvo que ceder. La veneración de las imágenes,
impuesta como una obligación a cualquier cristiano por el concilio de Nicea en
787 de común acuerdo con los dos legados de Adriano I, fue condenada en 794 por
el sínodo de Francfurt, en presencia de otros dos representantes
del mismo papa. Aunque la cuestión de las imágenes no tuvo, ni mucho menos, la
misma importancia para Occidente que para Bizancio, permaneciendo extraña e
incomprensible para los occidentales la particular conexión bizantina entre el
problema de las imágenes y la doctrina de la salvación, este hecho fue, no
obstante, una concesión importante que demuestra claramente que la alianza con
el reino franco se había convertido en la piedra angular de la política papal.
Prosiguiendo firmemente la línea trazada por Esteban II cuyos éxitos saltaban a
la vista, Adriano I pasó por alto toda vacilación y reafirmó la alianza con el
rey franco. León III, su sucesor, continuó en esta línea con igual
perseverancia y tomó una decisión valiente aunque revolucionaria en su esencia,
que significó la conclusión consecuente de la política romana del siglo VIII, y
el 25 de diciembre de 800 colocó la corona imperial sobre la cabeza de
Carlomagno en la Iglesia de San Pedro en Roma.
En la esfera política, la fundación del
Imperio de Carlomagno tuvo el mismo significado revolucionario que la posterior
separación de la Iglesia en la esfera religiosa. Era un axioma para el mundo de
entonces el que sólo pudiera existir un único imperio, igual que una sola Iglesia
cristiana. La coronación de Carlomagno invirtió todos los conceptos y significó
un fuerte perjuicio a los intereses bizantinos ya que hasta entonces Bizancio
había sido indiscutiblemente el único imperio, la Roma Nueva, el heredero del
Imperio Romano. Atenta a sus derechos imperiales, Bizancio sólo podía considerar
la entronación de Carlomagno como una usurpación.
Pero también Roma partía de la idea de un Imperio y no tenía la más mínima
intención de colocar un segundo imperio al lado de Bizancio; el nuevo imperio
creado por ella debía más bien ocupar el lugar del viejo Imperio Bizantino: se
creía que el trono imperial de Constantinopla podría considerarse vacante
después de la destitución del legítimo emperador Constantino VI. Para Roma, una
jerarquía estatal abarcando toda la oecumene cristiana y culminando en un único Imperio era, tanto para Roma como para
Bizancio, el único orden mundial imaginable. En la realidad se llegó, no
obstante, a la situación de confrontación de dos imperios a partir de 800, uno
oriental y otro occidental. La separación entre Oriente y Occidente que,
preparado por un desarrollo que duró varios siglos, se había manifestado
claramente en la era iconoclasta, se había realizado ahora también en la esfera
política. La oecumene se quebró en dos partes
separadas lingüística, cultural, política y religiosamente.
Aunque la coronación del emperador en la
Iglesia de San Pedro era obra del papado y no del rey, Carlos, después de haber
efectuado el paso trascendente, tuvo que enfrentarse con los problemas surgidos
a raíz de los hechos. Tenía que conseguir el reconocimiento por parte de
Bizancio sin el cual su Imperio quedaba jurídicamente en suspenso. Era obvio
que no se avanzaría nada con meras afirmaciones de que el trono imperial de
Constantinopla, en caso de ser ocupado por una mujer, estaría vacante, o que
Bizancio habría caído en la herejía, como lo intentaban explicar los Libri Carolini. En el año 802
llegaron a Constantinopla emisarios de Carlomagno y del Papa. Se afirma que
llevaban una propuesta de matrimonio de su dueño y señor, para que así «Oriente
y Occidente volviesen a estar unidos». Pero poco antes de su llegada tuvo lugar
una revolución de palacio que destronó a Irene (31 de octubre de 802),
aplazando la solución del problema. La acción había tenido su origen entre
altos funcionarios y oficiales del Imperio y entregó la corona imperial a
Nicéforo. Irene fue desterrada, primero a las islas de los Príncipes, luego a
Lesbos, donde murió poco tiempo después.
6.
LAS REFORMAS INTERIORS DE NICÉFORO
Y LOS PELIGROS EXTERIORES: BlZANCIO Y KRUM
Con Nicéforo I (802-11) hubo de nuevo a
la cabeza del Imperio un soberano capacitado. La afirmación de Teófanes de que
su elevación provocaba tristeza y consternación, sólo refleja el ánimo de la
tendencia radical monástica. No hay que creer que el ferviente odio mostrado
hacia el emperador por parte de Teófanes fuese la tónica general en círculos
bizantinos ortodoxos. Nicéforo no era hombre de iglesia; exigía al clero la
sumisión al poder imperial, aunque él permaneciera fiel a la ortodoxia y
también al culto de las imágenes. El hecho de que casara a su hijo y sucesor Stavrakios con la ateniense Teófano, una pariente de Irene,
subrayó su decisión de mantener la tendencia iconófila del gobierno anterior. Pero la relación del gobierno y de la Iglesia con el
partido monástico radical experimentó un nuevo recrudecimiento bajo su
soberanía, tanto más cuanto después de la muerte de Tarasio (25 de febrero de 806) elevó a la silla patriarcal al historiador Nicéforo.
Igual que Tarasio, Nicéforo estaba versado tanto en
las ciencias profanas como en teología y destacó no sólo como historiador, sino
más adelante también como autor de múltiples escritos en defensa del culto a
las imágenes. Igual que Tarasio, también había sido
un alto funcionario del gobierno antes de ser elevado a la silla patriarcal,
representando la misma tendencia moderada en cuanto a la política eclesiástica.
La ocupación del trono patriarcal por un seglar suscitó entre los zelotas un descontento
tanto mayor cuanto que parecían haber contado con la elección de su jefe,
Teodoro de Studion. No conformándose con esto, el
emperador Nicéforo volvió a sacar a la luz el asunto moiqueano para así constatar que el emperador no estaba ligado a los cánones: reunió un
sínodo compuesto por representantes clericales y seglares al que hizo reconocer
el matrimonio de Constantino VI y con Teodora y volver a admitir en la
comunidad eclesiástica al presbítero José que había celebrado el matrimonio
(enero 809). Este acto llevó a una ruptura abierta con los monjes studitas, que volvieron a separarse de la administración
oficial de la Iglesia exponiéndose a las persecuciones por parte del poder
estatal.
La principal tarea del emperador fue la
de poner orden en la situación económica del país y restablecer el equilibrio
del sistema financiero que había quedado en ruinas debida a la ligereza del gobierno
anterior. Habiendo sido jefe de la administración, tenía una excelente
preparación para esta tarea y tomó una serie de medidas importantes e
inteligentes. Su peor enemigo, Teófanes describe estas medidas con muchos
insultos y lamentaciones como los «diez delitos» del emperador Nicéforo. Por de
pronto Nicéforo anuló las reducciones de impuestos concedidas por Irene.
Después estableció una nueva base tributaria para todos los súbditos aumentando
los impuestos en comparación con las antiguas cotizaciones y exigiendo el pago
de un derecho de dos keratia (al parecer por nomisma lo que significa un 8 1/3 por 100) para el registro
en la lista de contribuciones. Los «parecos» de los
monasterios y de las iglesias así como las instituciones benéficas
—especialmente numerosas en Bizancio— fueron agravadas con el impuesto de bogage. El bogage, una capitación establecida por familia y citado por
vez primera en una fuente bizantina, representa junto con la contribución
territorial el impuesto más importante de la época bizantina media. No fue
Nicéforo el que lo introdujo sino que aparece aquí más bien como una modalidad
de un impuesto ya conocido; sólo que ahora alcanza a una categoría de
campesinos que hasta entonces había estado exenta de este impuesto. No
obstante, es de suponer que esta exención sólo data de la época de Irene ya que
los bienes de las iglesias y de los monasterios en Bizancio, por principio,
estaban siempre sometidos a impuesto, de manera que Nicéforo no introdujo
tampoco en este caso ninguna innovación, sino que sólo restableció las antiguas
disposiciones. Como demuestran otras fuentes, el impuesto de bogage se elevaba a dos miliaresia en los años veinte del siglo IX y fue pagado por todos los contribuyentes de
las provincias. Para asegurar al fisco contra las pérdidas, Nicéforo hizo
solidariamente responsables a los contribuyentes para la recaudación de los
impuestos: e imponía una determinada contribución general a la comunidad de la
cual todos los habitantes del pueblo eran responsables de manera que los
vecinos de los que no pagaban tenían que aportar la parte de aquéllos. Tampoco
era nueva esta disposición; se trata del sistema del allenlengyon ya conocido en el Nomos Georgikos, aunque también
este término técnico aparezca por vez primera en este lugar.
Nicéforo sometió ciertos bienes
eclesiásticos a la administración de los dominios imperiales sin que la
imposición tributaria sobre las mermadas propiedades sufriese una reducción. Se
podría suponer que también en el caso de esta medida se trataba de la
restitución de donativos hechos por la emperatriz Irene. La recaudación de los
impuestos sobre la herencia y de los impuestos sobre encuentro de tesoros fue
manejada con más severidad, y las personas que habían pasado bruscamente de la
pobreza al bienestar fueron gravadas como halladores de tesoros. Los esclavos
comprados fuera de los límites aduaneros de Abydos,
sobre todo en el territorio del Dodecaneso, estaban gravados con un impuesto de
dos nomismata cada uno. Además, el emperador,
prohibiendo a sus súbditos el cobro de intereses y reservando así el derecho de
cobrar intereses al Estado, obligó a los ricos armadores de Constantinopla a
tomar préstamos del Estado de 12 libras de oro a 4 keratia por nomisma, es decir, al 16,66 por 100 de interés.
Aunque el cobro de intereses contradijera el sentido moral medieval, fueron muy
escasas en Bizancio las prohibiciones de intereses tales como las que promulgó
Nicéforo y más adelante Basilio I. Las exigencias de la economía monetaria
bizantina, altamente desarrollada, rompieron los preceptos morales v las
operaciones de préstamo estuvieron muy extendidas en todo tiempo en Bizancio.
Sin embargo la prohibición de cobrar intereses dada por Nicéforo que era un
hombre de Estado muy realista no tuvo su origen en meditaciones abstractas:
haciendo del préstamo un monopolio del Estado con un interés excepcionalmente
alto y eliminando la iniciativa privada encontró una nueva fuente de riqueza
para las arcas estatales.
El emperador Nicéforo tomó disposiciones
para asegurar el sistema defensivo cuya base fundamental estaba constituida
desde el siglo VII por los stratiotas asentados en la tierra. Como se desprende de
fuentes del siglo VII los bienes militares que constituían la base económica de
subsistencia del stratiota debían tener un valor de
al menos 4 libras de oro, ya que el stratiota llamado
a filas tenía que presentarse con un caballo y completamente equipado. Puesto
que no parece haber existido un número suficiente de soldados campesinos que
pudiesen disponer de tales bienes en propiedad. Nicéforo impuso el servicio de
armas también a campesinos más pobres; su equipo tenía que ser sufragado por la
comunidad del pueblo, con una aportación anual de 18,5 nomismata.
Por consiguiente, la propiedad correspondiente al valor fijado no constituía
necesariamente el bien exclusivo de un solo individuo: podía ser repartida
entre varios campesinos de los cuales uno asumía el servicio militar, mientras
que los demás soportaban solidariamente la carga financiera de su equipo. En el
caso de empobrecer un stratiota y no poder ya sufragar
los gastos de su equipo, la posibilidad de repartir la carga financiera entre
los miembros de la comunidad aseguraba al Estado contra la pérdida del
potencial militar. Para la garantía de poder disponer de un determinado
contingente militar, este sistema tenía una importancia análoga a la que el
régimen del allenlengyon tenía para garantizar
los ingresos tributarios.
Como los soldados del ejército de
tierra, los soldados de la marina, según las fuentes del siglo X, poseían
también parcelas que les sirvieron de base para su subsistencia. La creación de
tales parcelas fue, según parece, el objetivo de la medida de Nicéforo
calificada por Teófanes como el «noveno delito» de aquél: los marineros del litoral,
sobre todo en Asia Menor, que «nunca habían trabajado la tierra», fueron
obligados por el emperador a comprar las parcelas de las tierras expropiadas
por él al precio que él fíjaba. Seguramente se trata
aquí de la fundación de los primeros bienes de marineros, medida de la mayor
importancia para la marina bizantina que, obviamente, se aplicó en primer lugar
a los marineros del thema de los Cibyrreotas.
Nicéfero tomó, además, medidas de política colonizadora destinadas
a proteger las regiones especialmente amenazadas. Ordenó, pues, a los
habitantes de los thema de Asia Menor a que vendiesen
sus propiedades, y los trasplantó a «Sclavinias», es
decir a los territorios eslavizados de la Península Balcánica donde los colonos
recibían, sin duda, nuevas tierras y tenían que prestar servicio militar como stratiotas. Esta medida, de la cual Teófanes se lamenta
particularmente, enlaza con la práctica de la política colonizadora de los dos
siglos precedentes. De todos modos, la actividad de Nicéforo no tenía nada de
revolucionaria. Sirvió ante todo para sanear a fondo las circunstancias creadas
por los errores y las negligencias de sus antecesores, y las nuevas
disposiciones que pudiera haber tomado se inscribieron absolutamente en el
marco de la política bizantina tradicional. Con gran clarividencia dirigió su
mirada, en primer lugar, a los dos pilares del Estado bizantino: sus finanzas y
su ejército. Sin duda aumentó considerablemente el poder financiero, aunque a
veces fuera por medios bastante violentos. Sus múltiples actividades en este
terreno dan una idea de los métodos de la administración financiera bizantina
y ofrecen una imagen del alto grado de desarrollo de la economía monetaria
bizantina en la Alta Edad Media. Tampoco hay duda de que fortaleció
considerablemente el ejército del Imperio: a éste iban dirigidas las medidas
más originales y más incisivas del antiguo ministro de finanzas.
Las medidas de Nicéforo en el terreno de
la política colonizadora tuvieron como objetivo el territorio eslavizado de la
Península Balcánica, seguramente en particular las regiones limítrofes a
Bulgaria con Tracia y la Macedonia oriental. La gran inmigración de los siglos VI
y VII obligó al Imperio Bizantino a abandonar prácticamente sus posiciones en
todo el territorio de la Península Balcánica, y desde entonces la afluencia
eslava no dejó de aumentar. Según el testimonio de Constantino Porfirogeneta,
el Peloponeso constituía un país eslavo y bárbaro a mediados del siglo VIII.
Sin embargo, desde finales del siglo VIII y principios del IX se inicia un
retroceso lento pero continuado. En época de la emperatriz Irene, Bizancio emprende
una gran campaña contra los eslavos en Grecia: en el año 783, el logoteta Stavrakios se traslada a
la región de Tesalónica con un fuerte contingente militar, luego se dirige a
Grecia y al Peloponeso obligando a las tribus eslavas asentadas allí a que
reconozcan la soberanía bizantina y paguen tributo. Al regreso de su victoriosa
expedición, Stavrakios fue autorizado a celebrar su
triunfo en el hipódromo: tan considerable era la importancia dada en Bizancio a
la victoria sobre las tribus eslavas en Grecia. Sin embargo, durante los
últimos años del siglo VIII los eslavos de Grecia, bajo el mando del arconte de
la tribu de los velzitas, ya tomaron parte en una
conspiración contra la emperatriz Irene a favor de los hijos de Constantino V
encarcelados en Atenas, y a comienzos del siglo IX los eslavos del Peloponeso
protagonizaron una insurrección de mayor envergadura. Saquearon los bienes de
sus vecinos griegos y emprendieron un violento ataque contra Patras en 805. La
ciudad sufrió un sitio extremadamente duro que terminó, empero, con la derrota
de los eslavos, victoria que la población de Patras atribuyó a la milagrosa
intervención del apóstol Andrés, como en otro momento la salvación de
Tesalónica había sido atribuida a la ayuda de San Demetrio. El emperador
adjudicó no sólo el botín de guerra, sino también a los eslavos sometidos, junto
con sus familias, a la Iglesia de San Andrés a título de siervos, lo cual no
sólo les hizo perder su independencia, sino también su libertad social. Sin
embargo, los eslavos del Peloponeso siguieron causando problemas al gobierno
bizantino: las tribus de los melingos y los ezeritas del Taigeto, contra las
cuales los francos tuvieron que librar duras batallas aún en el siglo XIII,
conservaron su conciencia étnica hasta la época turca. A pesar de ello, la
derrota de los eslavos cerca de Patras significó una importante etapa en el
proceso de rehelenización del sur de Grecia, ya que
este acontecimiento tuvo para los mismos bizantinos el significado del momento
en que se reconstituyó el poder bizantino en el Peloponeso, después de dos
siglos de predominio eslavo.
La paulatina consolidación del dominio
bizantino en ciertas regiones de la Península Balcánica encuentra su expresión
más clara en la ampliación de la organización en themas,
al constituirse ahora nuevas circunscripciones de este tipo. Si se quiere saber
cuáles fueron las regiones que de hecho se encontraban en posesión del Imperio
Bizantino, es decir las que reconocen la soberanía bizantina no sólo de manera
nominal, hay que determinar hasta dónde se extendió la organización bizantina
por themas; es el único barómetro seguro de la
situación real. Porque sólo allí, donde existen themas,
existe una administración bizantina más o menos regulada. Tracia y Hélade
fueron los únicos themas que Bizancio tuvo en la
Península Balcánica desde finales del siglo VII, y durante mucho tiempo esta
situación permaneció inalterada. Es seguro que, desde los últimos años del
siglo VIII existe, sin embargo, aparte de Tracia, un thema independiente de Macedonia que, evidentemente, no abarca la región de Macedonia
propiamente dicha, sino el territorio de Tracia occidental. Alrededor de esta
misma época se funda también el thema del Peloponeso.
En los primeros años del siglo IX, como muy tarde, surge el thema de Cefalonia que abarca las islas jónicas. Parece ser que a principios del
siglo IX Tesalónica y Dirraquio, los puntos de apoyo más importantes del poder
bizantino en la costa del Mar Egeo y del Mar Adriático son organizados, junto
con sus alrededores, en themas especiales. Algo más
tarde se introduce la administración por themas en la
región de Epiro fundándose el thema de Nicópolis, y
mediante la organización del thema de Strymon se une el thema de
Tesalónica con los themas tracios, Tracia y
Macedonia. En la segunda mitad del siglo IX se forma, finalmente, el thema de Dalmacia, que incluye las ciudades e islas
dálmatas. La extensión de la administración en themas a la Península Balcánica es un reflejo de la paulatina restauración de! poder
bizantino en el ámbito de los Balcanes. Esto nos demuestra los progresos y, al
mismo tiempo, los límites de la preocupación bizantina y de la rehelenización que la acompaña. Poco a poco, Bizancio
consiguió enmarcar casi todos los litorales con sus themas mediante franjas a veces anchas, a veces más estrechas. En las regiones
costeras accesibles a su marina y ricas en antiguas ciudades y puertos, el
Imperio volvió a instaurar su dominio y su sistema administrativo. Con estas
medidas finalizaron, sin embargo, los éxitos de la preocupación bizantina: el
interior de la Península Balcánica seguía quedando fuera de su alcance.
El traslado de los stratiotas de Asia Menor al territorio eslavo representó un eslabón en el proceso de
consolidación de la posición bizantina en los Balcanes. Estaba, además,
condicionada por la guerra inminente con Bulgaria. Sin ser un soldado nato,
Nicéforo I llevó esta guerra con gran energía colocándose repetidas veces personalmente
a la cabeza del ejército. Los pagos, de tributo al Califato que Irene se había
dejado imponer, fueron suspendidos desde el momento de su toma de poder. Pero
las fuerzas del Imperio en Oriente fueron conmovidas por una guerra civil
provocada a raíz del nombramiento de Bardanes Turcos,
en verano de 803, como general en jefe de todos los themas de Asia Menor. Los árabes reanudaron sus incursiones en territorio imperial, y
en 806 Harun-al-Rashid apareció con un inmenso
ejército, se apoderó de varias fortalezas del territorio fronterizo, ocupó
Tiana y envió un destacamento importante a la región de Ancira. El emperador
tuvo que solicitar la paz, someterse a la prestación de tributos y, además, hacerse
cargo del compromiso aún más humillante consistente en el pago anual al Califa
de un impuesto por cabeza de tres piezas de oro para su persona y su hijo. No
obstante, la muerte de Harun (809) y las revueltas
que se produjeron a continuación en el Califato, trajeron un relajamiento por
esta parte, al mismo tiempo que el centro de gravedad de la política exterior
bizantina se trasladó cada vez más hacia
El aniquilamiento del reino ávaro por
Carlomagno había liberado a los búlgaros de Panonia del yugo ávaro. El reino
búlgaro experimentó un gran aumento tanto de su poder como de su territorio; en
el río Tisza limitaba con el reino franco. Al trono búlgaro en Pliska subió Krum, un caudillo de
los búlgaros de Panonia, un guerrero nato, ávido de combate y de conquista, que
pronto se convirtió en el terror de los bizantinos. Bizancio había levantado
una gran línea de fortalezas formando un dique contra el reino búlgaro, cuyos
puntos más importantes fueron Develtos, Adrianópolis Fililópolis y Sardica. En primavera de 809 Sardica fue
arrollada por Krum, la fortaleza arrasada y la
guarnición masacrada. El emperador bizantino no tardó en intervenir, lanzó un
ataque contra Pliska y avanzó sobre Sardica para
reconstruir la fortaleza. Su gran contraataque tuvo lugar dos años más tarde,
después ce cuidadosos preparativos en cuyo marco se inscribió también el
asentamiento de stratiotas de Asia Menor en la región
balcánica. En primavera de 811 Nicéforo I cruzó la frontera con un fuerte
ejército marchando contra Pliska sin hacer caso de la
oferta de paz hecha por Krum, destruyó la capital
búlgara e hizo quemar el palacio del khan. De nuevo
el emperador victorioso rechazó la paz solicitada humildemente: estaba decidido
a acabar de una vez para siempre con el reino búlgaro y persiguió al khan que había huido con su gente a las montañas. Pero aquí
le alcanzó la desgracia. El ejército bizantino fue cercado por Krum en los desfiladeros de las montañas y masacrado hasta
el último hombre (26 de julio de 811). El emperador mismo sucumbió, y el khan victorioso mandó hacer una copa de su cráneo, con la
cual brindaba a la salud de sus boyardos en los banquetes.
Las consecuencias de esta catástrofe
inesperada fueron incalculables. Pero el golpe ejecutado contra el honor de
Bizancio era aún mayor que el desastre militar. Desde las invasiones, cuando en
378 Valente había muerto en la batalla de los visigodos cerca de Adrianópolis,
ningún emperador bizantino había caído asesinado a manos de un bárbaro.
Bizancio, cuya superioridad había quedado suficientemente comprobada desde los
inicios de la guerra, estaba destrozada, mientras que Krum,
quien poco antes había suplicado la paz, se alzaba como vencedor glorioso. Su
confianza en sí mismo había crecido de manera desmesurada; ante su avidez de
conquista se abrió un campo inesperado de posibilidades. Años sombríos y
preocupantes aguardaban al Imperio.
En la batalla que costó la vida al
emperador Nicéforo, su hijo y heredero al trono Stavrakios fue gravemente herido, pero consiguió escapar con algunos compañeros a
Adrianópolis, y allí fue proclamado emperador, observándose estrictamente el
principio de legitimidad. Este acto sólo tuvo un significado formal y
provisional, ya que no se podía contar con que Stavrakios se recuperara de sus lesiones. La regulación definitiva de la sucesión al trono
debía tener lugar en Constantinopla, adonde fue trasladado el emperador herido,
para efectuar la coronación en la persona de su sucesor. El sucesor natural y
familiar más próximo al emperador sin hijos era su cuñado, el funcionario
palatino Miguel Rangabé, cuya elevación era
favorecida tanto por los compañeros de guerra del emperador como por el
patriarca Nicéforo. Pero a esta solución se oponía la esposa del emperador
moribundo, la ateniense Teófano que, a ejemplo de Irene, creía poder hacerse
con el poder. Mientras Stavrakios, temiendo graves
complicaciones, vacilaba en tomar una decisión, una agitación creciente se
apoderó de la capital. En este período de amenaza inminente de peligro desde el
exterior, una situación de interregno parecía más insostenible que nunca, y más
necesaria que jamás el restablecimiento de condiciones normales. La solución,
que no podía conseguirse por vía constitucional, fue obtenida mediante un golpe
de Estado: el día 2 de octubre, Miguel Rangabé fue
proclamado emperador en el hipódromo por el ejército y el senado, y pocas horas
después coronado en Santa Sofía por el patriarca Nicéforo. Enfrentado con el
hecho consumado, Stavrakios abdicó y tomó el hábito
monástico, luchando aún tres meses contra la muerte.
Miguel I Rangabé (811-13) fue un soberano débil. Se sometió con facilidad a la influencia de
naturalezas más fuertes y no tuvo el valor de tomar medidas impopulares, valor
por el que había destacado el emperador Nicéforo. La política de ahorro fue
abandonada, y con cualquier ocasión el emperador distribuía dinero entre el
ejército, la corte y, sobre todo, entre el clero. Miguel I era un ferviente iconódulo y un fiel servidor de la Iglesia. Bajo su
gobierno la ortodoxia vivió sus mejores días en vísperas de una nueva explosión
iconoclasta. Los studitas fueron llamados a volver
del exilio y se reconciliaron con el alto mando de la Iglesia, después de que
se hubiera decidido a su favor la querella moequiana mediante la revocación de la decisión sinodal de 809 y la renovada excomunión
del clérigo José. La influencia de Teodoro de Studion no tenía límites, ya que su insólita energía y su inagotable actividad
fascinaban al débil emperador. Hasta guerra y paz dependían de la decisión del
gran abad studita.
La actitud del gobierno bizantino frente
al Imperio Occidental experimentó un cambio radical. Nicéforo I no había
querido saber nada de las pretensiones de Carlomagno al título imperial;
incluso había prohibido al patriarca Nicéforo el envío de la carta sinódica
tradicional al Papa. Adoptó, pues, una postura intransigente no sólo frente a
su verdadero rival, sino también frente al Papado que, a su vez, respaldaba a
aquél. Mientras tanto, el poder de Carlomagno crecía sin cesar, extendiéndose
incluso a las posesiones bizantinas. Después de haber sometido Istria y varias ciudades dálmatas ya en tiempos de Irene,
el joven rey Pipino consiguió someter Venecia a su cetro (810), a pesar de la
resistencia ofrecida por la flota bizantina. Carlomagno disponía ahora de un
medio de presión que no podía fallar en surtir efecto sobre Bizancio cuyas
fuerzas, entretanto, habían quedado muy mermadas. A cambio de la restitución de
los territorios ocupados, Miguel I se mostró dispuesto a pronunciar el
reconocimiento de la dignidad imperial de Carlomagno: en 812, éste fue saludado
como basileus en Aquisgrán por los embajadores
bizantinos. A partir de este momento había dos Imperios, no sólo de hecho, sino
también de derecho. Si bien es verdad que
el soberano franco sólo estaba reconocido como emperador y no como emperador
romano y, dicho sea de paso, Carlos mismo procuró evitar siempre llamarse
emperador de los romano. Este título fue siempre monopolio de los bizantinos
que subrayaban así la diferencia entre el emperador occidental y el único
verdadero emperador de los romanos en Constantinopla. La idea de lo romano se
asocia, en la Edad Media, indisolublemente con la noción de Imperio, e igual
que Bizancio se consideró desde siempre y en todo momento un Imperio Romano
—aunque el título imperial pocas veces expresase este hecho antes del siglo IX—,
el Imperio de Occidente se asociaba a Roma a través del Papado, aunque sólo la
época de los Otones fijara definitivamente la
asociación con la idea de lo romano mediante la correspondiente titulación. De
tal manera fue puesto en entredicho el derecho exclusivo del Imperio Bizantino
a la herencia romana en el momento de surgir y reconocerse un segundo imperio.
La descomposición del Imperio Carolingio y el refortalecimiento del Imperio
Bizantino brindó, sin embargo, a los soberanos posteriores de Bizancio la
posibilidad de pasar por alto el reconocimiento del Imperio Occidental
pronunciado en 812, considerándolo como no ocurrido.
El que Nicéforo I se negara a reconocer
a Carlomagno, mientras que Miguel I consintiera en reconocerlo, no se debe a
las características personales de ambos soberanos, sino ante todo al cambio en
la situación surgido después de la catástrofe de 811. El peligro eminente que
amenazaba en los Balcanes privó al Imperio Bizantino de la posibilidad de
afrontar un conflicto con Occidente. En la primavera de 812, Krum conquistó la ciudad de Develtos en el Mar Negro, destruyó la fortaleza y, siguiendo el ejemplo bizantino, deportó
los habitantes a su país. La resistencia del lado bizantino no sólo fue escasa,
sino que incluso la población de varias otras ciudades fronterizas emprendió la
huida. Krum ofreció la paz al gobierno imperial
dictando sus condiciones en forma de ultimátum, y cuando Bizancio tardó en
aceptarla, ocupó la importante ciudad portuaria de Mesemvria (a principios de noviembre de 812) donde, además de las reservas de fuego
griego, cayeron en sus manos grandes cantidades de oro y plata.
Mientras que entonces una parte de los
consejeros imperiales, encabezada por el patriarca Nicéforo y de acuerdo con el
punto de vista del emperador, recomendaban la aceptación de las condiciones de
paz, otros consejeros, cuyo portavoz era el abad Teodoro de Studion,
reclamaban una continuación más enérgica de la guerra. Se impuso el modo de
pensar del studita, y en junio de 813 un gran
ejército bizantino chocó en Versinikia, cerca de
Adrianópolis, con las hordas de Krum que se
acercaban. Durante algún tiempo ambos ejércitos permanecieron indecisos frente
a frente, hasta que, el 22 de junio, el estratega de Tracia y Macedonia atacó
al enemigo. Pero los contingentes de Asia Menor, bajo el mando de León el
Armenio, estratega del thema de Anatolia, en vez de
seguirle, emprendieron súbitamente la huida. Si dos años antes el destino había
sido el que decidió contra Bizancio, Krum debió ahora
su victoria a la desastrosa estrategia, y sobre todo al desacuerdo interno de
los bizantinos. La grave derrota infligida al emperador ortodoxo Miguel Rangabé quebró su posición y preparó el resurgimiento de la iconoclasmia. El 11 de julio de 813 fue destronado, y
elevado al trono León el Armenio.
7
LA REACCIÓN ICONOCLASTA
León V el Armenio (813-20) fue un
representante de aquellos elementos de Asia Menor que se caracterizaban por su
espíritu militar y su hostilidad hacia las imágenes. Como León III, era de
origen oriental, e igual que éste fue estratega del thema de los Anatolios antes de subir al trono. Los grandes generales iconoclastas,
León III y Constantino V, le sirvieron de ejemplo. Su programa fue el
restablecimiento de la potencia militar del Imperio y la reanimación del
movimiento iconoclasta. Para él y sus seguidores no había duda de que los
descalabros militares de los gobiernos anteriores fuesen la consecuencia de su
actitud iconódula.
En primer plano estaban ahora las
obligaciones militares, ya que después de su victoria de Versinikia, Krum lanzó una gran ofensiva sitió Adrianópolis y
apareció con la mayor parte de su ejército ante las puertas de Constantinopla a
los pocos días de ser entronizado León V. Sin embargo, Krum quedó impotente ante los muros de Constantinopla, que habían resistido incluso
a los ataques árabes. Solicitó pues, una entrevista personal con el emperador,
con el fin de fijar las condiciones de paz. Cuando Krum,
fiándose de la palabra del emperador bizantino, se presentó, desarmado, a esta
entrevista, los bizantinos le habían preparado una pérfida confabulación a la
que sólo pudo escapar gracias a su presencia de ánimo y a una huida relámpago.
Acto seguido, el encolerizado soberano búlgaro arrasó todos los alrededores de
la capital bizantina, entró luego en Adrianópolis que, a consecuencia del
sitio, se vio obligada a rendirse por hambre, y mandó deportar tanto la
población de la ciudad como la de los pueblos vecinos a la otra orilla del
Danubio. Si bien el emperador consiguió una victoria en la región de Mesemvria (otoño de 813), en la primavera del año siguiente Krum volvió a tomar rumbo a Constantinopla. El
destino liberó a Bizancio del peligro que le amenazó: igual que antaño Atila, Krum murió súbitamente de un vómito de sangre (13 de abril
de 814).
Después de dos reinados efímeros, los
búlgaros volvieron a encontrar un soberano notable en Omurtag;
pero éste fijó su atención ante todo en la expansión del poder búlgaro hacia el
noroeste, y en la consolidación interna de su país. Firmó una paz de 30 años
con Bizancio que, naturalmente, aportó importantes ventajas para Bulgaria. En
el aspecto territorial, se restableció la situación existente en época de Tervel: dividiendo Tracia entre los dos contratantes, la
frontera seguiría el «gran muro» de Develtos hasta Macrolivada, es decir, que pasaría entre Adrianópolis y Filipópolis, y desde allí conduciría hacia el norte, hasta
la cordillera balcánica. Después de los dramáticos acontecimientos de los
últimos años, un largo período de tranquilidad absoluta comenzó en la frontera
bizantino-búlgara; el Imperio tampoco tenía nada que temer de parte del
Califato que, desde la muerte de Harun-al-Rashid, se
debatía en luchas internas. Por algún tiempo Bizancio se vio libre de peligros
exteriores.
León V aprovechó los años de paz para
proceder a la realización de sus planes iconoclastas. Apenas aclarada la
situación después de la muerte de Krum, encargó al docto Juan el Gramático —el cerebro del nuevo movimiento
iconoclasta— de reunir la documentación teológica para el próximo concilio
contra las imágenes. El proyecto iconoclasta del emperador llevó a las
tendencias rivalizantes de la iglesia ortodoxa a
reconciliarse. El patriarca Nicéforo, a quien León V había restituido bajo la
promesa escrita, antes de subir al trono, de no cambiar en nada la fe
existente, se encontró del mismo lado que su antiguo contrincante, Teodoro de Studion, en la lucha contra la nueva iconoclastia. Ambos
defendieron con fervor en numerosos escritos el culto a las imágenes, al mismo
tiempo que rechazaron con decisión la intromisión del emperador en cuestiones
de fe. En el segundo período de la lucha de las imágenes resaltó con más
claridad aún su telón de fondo político-eclesiástico: los esfuerzos del poder
imperial por someter la vida de la Iglesia a su voluntad, así como la
resistencia encarnecida con que se oponía la Iglesia a estos esfuerzos, sobre
todo su ala radical. La superioridad de los medios del poder aseguró, por de
pronto, la victoria a los intereses imperiales. Teodoro y muchos de sus
seguidores tuvieron que ir a exilio y sufrir malos tratos. Nicéforo fue
depuesto. El 1 de abril de 815, Domingo de Resurrección, subió al trono patriarcal
el cortesano Teodato Meliseno que debió su elección a la nobleza de su estirpe y al parentesco con la tercera
esposa de Constantino V.
Poco después de Pascua se reunió un
sínodo en Santa Sofía, bajo la presidencia del nuevo patriarca, en el cual se
rechazó el concilio ecuménico de Nicea y se aceptaron las decisiones del concilio
iconoclasta de 754. Si bien el sínodo destacó que las imágenes no se
consideraban ídolos, se ordenó, no obstante, su destrucción. Esta actitud es
típica para el sínodo de León V: en el fondo se atuvo a los principios de la
antigua iconoclasmia, pero en la forma de expresión
se suavizaban muchos aspectos. Las actas del concilio de 754 fueron su única
fuente de inspiración, se repetían las antiguas doctrinas diluyéndolas y
pasando por cuestiones clave en medio de giros nebulosos. Tal como el nuevo
movimiento iconoclasta el sínodo de 815 llevaba el sello de una impotencia imitativa.
Mientras que la iconoclasmia de León III y de
Constantino V había sido un movimiento de gran poder de deflagración, la iconoclasmia del siglo IX sólo representaba un intento
imitativo de reacción. El hecho de que el emperador supiera hacer valer su
voluntad mediante los medios de poder a su alcance y persiguiendo cruelmente a
los desobedientes, no puede camuflar la debilidad interna de esta tentativa de
reacción. León V no disponía en absoluto de la adhesión que tuvieron los
emperadores iconoclastas del siglo VIII. El miedo a la rebelión se convirtió en
una manía en los últimos de su gobierno. Pero, a pesar de las medidas de
precaución, no pudo escapar al destino: el día de la Navidad de 820 fue asesinado
por los partidarios de su antiguo compañero de armas, el amoriano Miguel, durante la liturgia, ante el altar de Santa Sofía.
Miguel II (820-29), el fundador de la
dinastía amoriana era un guerrero brutal cuya
incultura fue objeto de burla entre los bizantinos distinguidos. Sin embargo,
no le faltaban ni energía, ni juicio, ni sensibilidad para la justa medida.
Bajo su reinado la querella religiosa se apaciguó. Las persecuciones de los iconódulos cesaron, los exiliados fueron llamados a
retornar, encabezados por el patriarca Nicéforo y Teodoro de Studion. Pero con gran enojo de los ortodoxos el culto a
las imágenes no fue restablecido, a pesar de su repetida insistencia. Miguel II
adoptó una actitud reservada, no reconoció ni el concilio ecuménico de Nicea ni
el sínodo iconoclasta, y prohibió simplemente toda discusión sobre el problema
de las imágenes. Oriundo de Frigia —antiguo baluarte de la iconoclasmia—
el emperador, por su sentimiento, era sin duda enemigo del culto a las
imágenes. Su carta a Luis el Piadoso lo demuestra claramente por quejarse en
ella de ciertos excesos del culto iconófilo. También
lo prueba la circunstancia de que confiara la educación de su hijo y sucesor al
docto iconoclasta Juan el Gramático, y que a la muerte de Teodato Meliseno no volviera a entronizar en la silla
patriarcal al ortodoxo Nicéforo, sino al obispo Antonio de Sylaion quien, aparte de Juan el Gramático, había elaborado la mayor parte de las
decisiones sinodales de 815. Su reserva era, por consiguiente, menos el fruto
de una indiferencia que de la toma de conciencia de que el movimiento
iconoclasta se encontraba en vías de extinción. El único iconódulo contra el que Miguel II tomó medidas fue el siciliano Metodio,
quien le había traído una carta del Papa a favor del culto a las imágenes. Metodio fue maltratado y encarcelado, pero no por su
condición de iconódulo, sino porque el contacto entre
los iconódulos bizantinos y Roma despertaron sospechas
en el emperador.
El principal acontecimiento interno del
reinado de Miguel II fue la violenta guerra civil desencadenada por Tomás, un
eslavo de Asia Menor y compañero de armas de Miguel. Apoyado eficazmente por
los árabes, Tomás ya había reunido alrededor suyo gran número de adictos de
todo tipo durante el reinado de León V en los territorios fronterizos de
Oriente. Árabes, persas, armenios, iberos y otras tribus caucásicas se
congregaron bajo su estandarte. Asia Menor con sus mezclas étnicas donde,
además, vivía gran cantidad de eslavos, ofrecía un clima muy propicio para la
proliferación del movimiento. La empresa tenía un atractivo especial para
aquellos elementos que se sentían rechazados por Constantinopla debido a causas
religiosas, ya que Tomás se puso al servicio del culto a las imágenes y se hizo
pasar incluso por el injustamente destronado emperador Constantino VI. De
particular importancia es el hecho de que el movimiento cobrara el carácter de
una revolución social: Tomás se alzó en protector de los pobres, y les prometió
liberarles de sus aflicciones. De esta manera puso en movimiento las masas de
población amargadas por las políticas económicas, la excesiva presión fiscal y
la arbitrariedad de los funcionarios. «El esclavo levantó —como dice un
cronista bizantino — la mano asesina contra el amo, y el soldado contra el oficial».
La revuelta, que se apoyaba en antagonismos étnicos, religiosos y sociales, se
apoderó pronto de la mayor parte de Asia Menor, de los seis themas de Asia Menor, sólo el de Opsikion y el de los Armeniacos guardaron fidelidad al emperador. Tomás fue
coronado por el patriarca de Antioquía, lo que no pudo haberse hecho sin el
consentimiento del Califa. El apoyo del thema de los Cibyrreotas le facilitó la posesión de la flota brindándole
la posibilidad de pasar a Europa y de reunir bajo su bandera la población icónodula de parte
europea del Imperio. En diciembre de 821 comenzó el asedio de Constantinopla
que duró más de un año, quebrando finalmente las
fuerzas revolucionarias. Sobre el movimiento de masas mal organizado triunfó la
estrategia militar del emperador de Constantinopla. Pero Miguel II debió su
salvación ante todo a la ayuda del khan de los
búlgaros. Igual que antaño Tervel había intervenido a
favor de León III y contra los árabes, intervino ahora Omurtag,
hijo del peor enemigo de Bizancio, contra el movimiento revolucionario de Tomás
y dispersó sus tropas. En primavera de 823, Tomás tuvo que levantar el asedio;
el movimiento había sucumbido. Pero sólo en octubre Tomás, que se había hecho
fuerte con un pequeño grupo de seguidores en Arcadiópolis,
cayó en manos del emperador y fue ejecutado, después de terribles torturas.
Miguel II era dueño de la situación,
pero Bizancio salía muy debilitada de una guerra civil que había asolado el
país durante casi tres años. Además, había quedado puesto de manifiesto que el
Estado bizantino, desunido por querellas religiosas, estaba también infectado
por una fermentación social. Si el Califa, que había estimulado el
levantamiento de Tomás con todos los medios a su alcance, no pudo emprender un
ataque eficaz contra Bizancio debido a las dificultades internas de su reino,
el Imperio Bizantino se encontraba, por otra parte, bajo la amenaza de grandes
peligros procedentes de otras regiones del mundo árabe. Emigrantes árabes de
España, que en 816 se habían apoderado de Egipto donde habían establecido, por
algún tiempo, una soberanía propia, ocuparon Creta una década después. Así
Bizancio perdió uno de los puntos de apoyo estratégico más importantes en el
Mediterráneo oriental. Todos los intentos tanto de Miguel II como de sus
sucesores para recuperar la propiedad perdida fueron en vano: durante casi
siglo y medio, los árabes conservaron la importante isla, desde donde sembraron
la inseguridad en los alrededores mediante constantes incursiones de pillaje.
Al mismo tiempo Bizancio fue alcanzada por un grave revés en Occidente.
Interviniendo en las querellas de los gobernantes bizantinos locales, los
árabes africanos aparecieron en Sicilia en 827. Desde mediados del siglo VII,
los ataques de los árabes contra Sicilia habían sido frecuentes; pero ahora se
inició una verdadera conquista de la isla. En consecuencia, el poder del Imperio
Bizantino en el Mar Mediterráneo y especialmente en el Mar Adriático, sufrió
una enorme conmoción. Constantino Porfirogeneta consideró la época ce Miguel II
como la de mayor retroceso de la influencia bizantina en la costa adriática y
en las regiones eslavas del oeste de la Península Balcánica. Los bizantinos,
que se habían preocupado poco ¿el estado de su flota desde que se desmembró el
poder marítimo del Califato Omeya, pagaron ahora cara su negligencia.
Mientras que el advenedizo Miguel II
apenas sabía leer y escribir, su hijo y sucesor Teófilo (829-42) no sólo poseía
una educación conveniente, sino también un gusto muy pronunciado para el arte y
las ciencias. No había nada de extraordinario en ello para Bizancio, ya que
Justiniano, el sobrino del inculto soldado Justino I, había sido uno de los
espíritus más sabios de su época. Estos ejemplos dan fe del gran poder
formativo de la capital bizantina y del alto nivel espiritual de la vida en la
corte de Bizancio. Pero Teófilo no se mostró solamente abierto a la cultura de
la capital bizantina, sino también a las influencias culturales que irradiaba
la corte califal de Bagdad. El entusiasmo para el arte árabe le venía, al
parecer, de su profesor Juan él Gramático; a él le debía también la hostilidad
contra las imágenes que le convirtió en un iconoclasta exaltado. Su gobierno
fue la época de un último auge del movimiento iconoclasta y, al mismo tiempo,
el período de la mayor influencia que la cultura árabe ejerciera en el mundo
bizantino.
Teófilo no fue un soberano relevante,
pero sí una personalidad altamente interesante. Era un fanático, y algo de
fanático había tanto en su devoción a la iconoclasmia —ya en vías de extinción— como en su entusiasmo por el arte y la cultura del
mundo árabe cuyo gran momento ya formaba parte del pasado. A pesar de las
atroces crueldades a las que le llevaba su fanatismo doctrinal, su persona
tiene algún atractivo, y no es de extrañar que se hayan formado leyendas
alrededor suyo. Quería ser un príncipe ideal y estaba animado por un fuerte
amor a la justicia, si bien de ello hacía gala de una manera teatral. Siguiendo
el ejemplo del califa Harun-al Rashid el Justo, solía
pasear por la ciudad, dialogar con los súbditos más pobres y más modestos
escuchando sus quejas, para luego castigar de manera ejemplar a los culpables
sin tener en consideración, ni su posición ni su rango.
A la plasmación de la organización de
los themas en la Península Balcánica hacia finales
del siglo VIII y principios del siglo IX siguió, al parecer, bajo Teófilo, su
extensión en Oriente y en el lejano Norte. Se crearon los nuevos themas de Paflagonia y Caldea,
que tuvieron como objetivo la consolidación de la posición bizantina. Paflagonia abarcó la esquina nordoriental del hasta entonces thema de los Armeniacos.
Fueron creadas, además, en la región montañosa de la frontera árabe, tres
nuevas unidades militares y administrativas a expensas del thema de los Armeniacos por un lado y del thema de los Anatolios por otro; las circunscripciones
militares más pequeñas llamadas clisuras, (puertos de
montaña) Carsiano, Capadocia y Seleucia, que más
adelante adquirieron la categoría de temas.
Aún más importante es el hecho de que,
en la época de Teófilo las climata, es decir,
las ciudades bizantinas de Crimea, fuesen agrupadas en un thema y sometidas a un estratega, con Querson como centro.
Una cierta intranquilidad había surgido en la gran llanura del noreste de
Europa, e igual que Bizancio, su amigo, el reino de los jázaros,
se vio obligado a tomar medidas defensivas. Al mismo tiempo que se introdujo el
régimen de los themas en la región del Querson, los ingenieros bizantinos, a instancias del khagan de los jázaros,
construyeron la fortaleza de Sarkel en la
desembocadura del Don- levantando así un monumento a la técnica bizantina en
las lejanas estepas.
En el transcurso de todo su reinado el
emperador Teófilo, entusiasta del arte y de la cultura árabe, tuvo que guerrear
contra los árabes. Luchas internas, y sobre todo el movimiento revolucionario
inspirado en el espíritu de protesta social dirigido por la secta hurramita del persa Babek,
dificultaron la labor del califa Mamun (813-33), pero
en los últimos años de su gobierno, éste consiguió hacerse dueño de la
situación hasta el punto de poder reanudar, a partir de 830, la lucha contra
Bizancio. El Califato supo explotar las dificultades internas del Imperio:
Bizancio no estaba en condiciones de concentrar todas sus fuerzas para la
guerra en Asia Menor, sino que tuvo que luchar simultáneamente en Sicilia, ya
que aquí la conquista árabe se extendió, a pesar de todas las medidas de
defensa, y en 831 había caído Palermo. En la frontera oriental la guerra se
desarrolló con fortuna varia: ora los bizantinos penetraban en tierra enemiga,
y entonces Teófilo celebraba ostentosos triunfos en Constantinopla, ora —lo que
ocurría con más frecuencia— los árabes avanzaban en territorio bizantino, y el
ánimo, festivo del emperador cambiaba con rapidez: entonces enviaba embajadores
con espléndidos regalos y ofertas de paz. La situación se agravó cuando el
hermano de Mamun, el califa Mutasim,
después de vencer las confusiones que solían acompañar el cambio en el trono
califal, emprendió en 838 una gran campaña que no estaba dirigida contra las
fortalezas fronterizas como solía ocurrir en las ofensivas anteriores, sino
contra los centros más importantes de Asia Menor. Parte del enorme ejército de Mutasim avanzó en dirección noroeste, venció al ejército
bizantino encabezado por el mismo emperador en una sangrienta batalla cerca de Dazimon (Dazmana), el 22 de julio
y ocupó Ancira. Mientras tanto, Mutasim se apoderó de
Amorium con el grueso de su ejército el 12 de agosto. Este acontecimiento tuvo
un efecto aterrador sobre Bizancio, ya que Amorium había sido la fortaleza más
importante del thema de los Anatolios y, además, la
ciudad natal de la casa imperial. El emperador solicitó ayuda contra los árabes
hasta en Occidente, al reino de los francos y a Venecia.
Bajo Teófilo, la guerra de las imágenes
conoció su último auge. En 837 el caudillo iconoclasta Juan el Gramático subió
al trono patriarcal, y a continuación volvió a desencadenarse una violenta persecución
de los iconódulo. Como en época de Constantino V, la
guerra de las imágenes culminó en la lucha contra el monacato. Un martirio muy
singular sufrieron los hermanos Teodoro y Teófanes de Palestina: con un hierro
candente se les grabaron en la frente versos contra las imágenes, conservando
ambos posteriormente el sobrenombre de graptoi.
Hay que decir que Téófanes era poeta, conocido por
sus glorificaciones poéticas de las imágenes; después de la restauración de la
ortodoxia, actuó como metropolita en Nicea.
Aunque el emperador y el patriarca se
esforzasen en reanimar el movimiento iconoclasta con todos los medios a su
alcance, su impotencia quedó cada vez más de manifiesto. Asia Menor rechazaba
ahora su apoyo a la política iconoclasta. Su campo de acción quedó reducido
esencialmente a la capital donde su poder fue sólo fruto de la voluntad directa
del emperador y de algunos adictos. Cuando Teófilo murió el 20 de enero de 842,
la iconoclasmia sucumbió. La gran crisis, que había
encontrado su expresión en este movimiento, había terminado.
CAPITULO IVEL APOGEO DEL IMPERIO BIZANTINO (843-1025)
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